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Monday, January 02, 2017

Liberalismo y Conflicto Social

Muchas veces frente a la urgencia provocada por ciertos sucesos de la realidad y la dificultad de asimilarlos apropiadamente en un marco teórico o filosófico determinado, muchos defensores de ciertos principios filosóficos y éticos, terminan aceptando ideas inconsistentes entre sí, sin percatarse de ello, o directamente sin preocuparse demasiado de tales inconsistencias, y dejando para más adelante su resolución, pero dejando a generaciones futuras con una carga dogmática que les cuesta sacarse de encima. Parece que absolutamente nada de los principios e ideas establecidas por generaciones anteriores puede tocarse, sin advertir que es inevitable hacerlo puesto que los conflictos lógicos, que bajo una realidad pasada no planteaban serios problemas --sino por el contrario, aún aparentaban proveer una solución--, a medida que la realidad cambia comienzan a ser problemáticos, y en lugar de ayudar a entenderla, por el contrario, tenemos defensores que la niegan con tal de no dejar en evidencia tales contradicciones ni abandonar un ápice nada de lo dicho anteriormente. Y tal problema se manifiesta transversalmente en todas las generaciones, desde las más jóvenes hasta las más veteranas.

Y eso pasa también con el liberalismo. Hace un tiempo me vengo sintiendo decepcionado de gran parte de los liberales en este sentido, que parecen anclados en ideas que hoy más que nunca se muestran conflictivas entre sí, frente a realidades que no comprenden y que prefieren negar, antes que entender o aceptar que tales posturas a través de las cuales las miran son claramente inconsistentes.

Con esto no quiero decir que basta un conjunto de ideas lógicamente consistentes para entender la realidad de forma exitosa. Lo que digo es que una condición absolutamente necesaria, no suficiente, para ello, es la consistencia lógica. Puesto que si no hay consistencia lógica, se está afirmando al mismo tiempo una cosa y su contrario, al describir la realidad y cómo debemos actuar. Por lo tanto, jamás puede ser exitoso un enfoque con aspectos lógicamente inconsistentes, excepto si los hechos de la realidad aún no ha sido los suficientes para ponerlos a prueba y dejarlos en evidencia.

El problema pasa a ser entonces cómo resolvemos tales inconsistencias y qué descartamos. En mis discusiones con liberales sobre tales temas conflictivos me he encontrado de todo. Desde quienes pretenden criminalizar, perseguir y hasta eliminar a los que no aceptan los principios del liberalismo, a quienes no aceptan el menor grado de violencia sin advertir que muchos conflictos de libertades sólo se pueden resolver forzando a una parte a ceder.

Debemos partir de la base que el adjetivo 'libre' no quiere decir que automáticamente algo deba ser aceptado por las ideas liberales y libertarias. Este enfoque ingenuo de algunos --liberales o no-- no advierte que la libertad de unos de hacer algo determinado frecuentemente entra en conflicto con la libertad de otros de hacer eso mismo o algo diferente. Y por lo tanto se necesitan criterios para resolverlos, primero en base a qué libertades preceden a cuáles, y luego, aplicando el menor nivel de violencia posible, empezando por la negociación de las partes. Debe aceptarse que en muchos casos el conflicto sólo podrá resolverse mediante la aplicación de violencia a una de las partes, y por tanto violentando alguna libertad, ya que no podemos pensar que siempre ambas van a ceder a la razón o a la decisión tomada por los tribunales de resolución. Pero tal violencia ha de ser la menor posible que permita resolver el conflicto.

Cuál es la escala de valores a aplicar --qué libertades preceden a cuáles--, y cuáles son los mecanismos de resolución, son fundamentales para separar la paja del trigo y determinar el futuro de las ideas de la libertad y las distintas clases de 'liberalismo'. El problema no es menor ya que, dependiendo de cómo se definan ambas cosas, se termina desembocando en resultados muy diferentes, al punto que utilizar la etiqueta 'liberalismo' o 'libertarianismo' para todos ellos termina perdiendo sentido. De hecho muchos liberales no advierten que su escala de valores y sus mecanismos de resolución, lejos de conducir a un mundo más libre puede muy bien terminar en el resultado opuesto, como consecuencia de todo lo antedicho: principios lógicamente conflictivos y escaso apego a la realidad.

Por lo tanto, el primer paso es entender que el liberalismo debe plantearse en términos de resolución de conflictos y no de aplicación ciega y abstracta de ciertos principios sin pensar en sus consecuencias, creyendo que todos los conflictos se van a resolver mágicamente donde hay cierto grado de institucionalidad liberal, mercado y capitalismo, y sin aplicar ni un mínimo de violencia. O por el contrario, creyendo que la mejor manera de resolver el conflicto es asesinando a una de las partes. Lo segundo seguro funciona mejor para resolver conflictos en el corto plazo, con toda seguridad, pero está muy lejano a la forma que un liberal debería intentar resolverlos: con la menor violencia posible. Además a largo plazo es tan peligroso para la libertad como el primer enfoque.

Y si la mayoría de los liberales son incapaces de desarrollar este proceso de asimilación, entonces van a seguir siendo incapaces de aportar soluciones a conflictos que existen pero que niegan que existan, y así seguirán quejándose de que posturas estatistas --extremas y no tanto-- sean las que tomen el poder en esta nueva rotación ideológica que parece estarse dando. Dado que esas posturas como mínimo hacen algo que muchos liberales no son capaces de hacer: aceptan la existencia de ciertos conflictos en lugar de minimizarlas o ignorarlas, ofrecen una solución, y se nutren políticamente de ellos ante la pasividad e ingenuidad liberal.

Las ideas que quiero exponer las vengo desarrollando desde hace mucho tiempo. En varios de mis artículos anteriores se va viendo el enfoque e ideas base que yo le doy al liberalismo y a la resolución de conflictos. Como antecedentes del presente artículo, enumero los siguientes:

Libertad y cultura


Más arriba expresé que «Debe aceptarse que en muchos casos el conflicto sólo podrá resolverse mediante la aplicación de violencia a una de las partes, y por tanto violentando alguna libertad, ya que no podemos pensar que siempre ambas van a ceder a la razón o a la decisión tomada. Pero tal violencia ha de ser la menor posible que permita resolver el conflicto.»

Sin embargo, muchos liberales son incapaces de asimilar esto, se refieren a la libertad como algo abstracto y entienden que cualquier violencia o limitación de alguna libertad a un individuo es contrario a los valores liberales, cuando la realidad es que la libertad como parte de una cultura, la única que tiene existencia real, no puede sostenerse sin un mínimo de violencia y por tanto, sin la violación de alguna libertad de alguien o muchos ante la necesidad de resolver conflictos que no pueden resolverse de otra manera.

La libertad no es un ente mágico, una abstracción, a la cuál mágicamente quedan sometidas las personas que llegan a un lugar determinado. La libertad reside en una cultura, es una tradición. Entender esto es fundamental para entender por qué los cambios demográficos e ideológicos afectan a la libertad. Es muy curioso que la mayoría, sino la totalidad, de quienes defienden la libre inmigración basados en que la libertad actúa con piloto automático obligando de alguna forma a todos a ajustarse a ella, son los primeros en ser antinacionalistas con el argumento exactamente opuesto: que la cultura nacionalista amenaza a la libertad. ¿Cómo es que esa libertad abstracta no frena a los nacionalismos locales pero sí frena y neutraliza a los nacionalismos y creencias religiosas fuertemente antiliberales de muchos movimientos migratorios? Los mismos que rechazan los nacionalismos con la explicación de que son un peligro para la libertad, ¿no consideran un peligro para la libertad la afluencia de masas de personas con una religión profundamente antiliberal? ¿Por qué todos los nacionalismos son amenazas para la libertad pero una religión o cualquier otra clase de creencia grupal no lo es? En ambos casos podemos usar y abusar del argumento del colectivismo. Es evidente que algo no cierra en ese enfoque.

No sólo la libertad no es un piloto automático. La libertad es una tradición extremadamente delicada y débil, difícil de sostener sin una constante vigilancia contra cualquier desvío. Y para ser afectada, es suficiente un mínimo cambio demográfico y cultural. ¿Por qué es esto? Precisamente, porque a diferencia de cualquier otra ideología política, intenta resolver conflictos de la forma menos violenta posible. Una neta mayoría, sobre el total de la población, de personas deseando libertad bajo un régimen autoritario o totalitario, es fácilmente controlable a través de un nivel de violencia muy superior de lo que una sociedad liberal jamás estaría dispuesta a aceptar. Hasta el asesinato y el genocidio son recursos posibles para tal fin. En cambio, basta una muy pequeña proporción demográfica de personas incapaces o no dispuestas de respetar una cultura de libertad, para que ésta sufra consecuencias graves en una sociedad relativamente liberal.

La libertad es una cultura, una tradición, y no otra cosa. Quien sostenga la idea que ningún rasgo cultural puede ser defendido de influencias externas, también está rechazando que la propia libertad deba ser defendida. Llamar a dicha defensa colectivismo o intervencionismo, y preteder con esa etiquetación rechazar toda defensa cultural, es de una superficialidad terrorífica. Si sólo las culturas antiliberales van a defenderse de influencias externas (porque no tienen complejo alguno en hacerlo), el mundo libre está condenado.

Libre inmigración


Por lo tanto, cualquiera que utilice el argumento del colectivismo contra el nacionalismo --y antes, contra las religiones, fenómeno que últimamente parece ser ignorado para no ofender los sentimientos de 'las nuevas víctimas'-- bajo sus propios argumentos jamás podría decir que la libre inmigración no puede afectar a la libertad y que, por el contrario, las instituciones liberales dominan la situación de forma automática. Cuando lo hacen establecen una obvia contradicción lógica interna.

Es decir, la libre inmigración encierra los mismos peligros que quienes la defienden le atribuyen a todos los nacionalismos. Por tanto es falaz afirmar que los problemas provocados por la inmigración provienen de un mercado insuficientemente libre y que se resolverían con libre mercado, cuando es cada vez más difícil llegar a un libre mercado bajo la afluencia constante de grandes masas migratorias provenientes de culturas fuertemente antiliberales. Es decir, se invierte la relación causa efecto y no se advierte que el marco cultural y de tradiciones bajo el cual el libre mercado puede desarrollarse, es afectado de forma negativa, y se pretende que con libre mercado se solucionen conflictos que en realidad dificultan precisamente el alcanzarlo, con lo cual su resolución son una condición previa al libre mercado y no a la inversa.

En conclusión, los movimientos migratorios no son necesariamente malos o buenos. Hay y hubieron de los buenos, que enriquecieron a la cultura que los recibió sin afectar o hasta favorecer las tradiciones de libertad. Pero de allí no se puede deducir que todos son iguales. Y a la inversa, el rechazo a la libre inmigración no implica afirmar que son todas malas y que hay que evitarlas. Quienes así razonan no parecen captar la diferencia que hay entre las fronteras cerradas a toda inmigración, y la discriminación inteligente y controlada. Ya incluso si sólo se admite la entrada de individuos para trabajar para una empresa o persona, existe una enorme limitación a la inmigración, ya que el ingreso requiere de un contrato laboral, comercial, más alguna responsabilidad legal asumida por el contratante local, con lo cual puede perfectamente coexistir el control migratorio y el libre mercado.

Por otro lado, como largamente expuse en Libertarianismo y libre inmigración , si partimos de que tanto la propiedad privada y el libre separatismo son principios fundamentales de las ideas libertarias, éstos conducen a la libre asociación y al derecho de admisión, ambos contrarios a la libre inmigración. Los liberales que responden a este argumento no captan el punto cuando manifiestan que en la situación actual estamos hablando de estados arrogándose el derecho de admisión, no de espacios privados o de libre separatismo. No advierten que al responder esto, están admitiendo de todas formas que los principios liberales por sí sólos no son suficientes para conducir a la libre inmigración, sino que están agregando una condición adicional, en este caso, la existencia de un estado. Es decir, a menos que eliminemos del liberalismo la propiedad privada y la libertad de asociación, o agreguemos otras condiciones adicionales (existencia de estado más una explícita prohibición de que controle la inmigración en su territorio), no hay argumento alguno para incluir la libre inmigración dentro de sus principios.

Y si no aceptamos el libre separatismo ni la libre asociación como principios del liberalismo, desembocamos inevitablemente en la idea de que debe existir un gran estado o supraestado mundial sin fronteras que imponga una idea única a todos los habitantes. A este enfoque lo llamaría totalitarismo liberal, ya que no permite otras opciones de vida y organización social que no sea la liberal. A pesar de este obvio carácter totalitario sin embargo, muchos liberales lo defienden. Por otro lado, ignoran el peligro de un estado mundial para las propias ideas liberales, al asumir que jamás va a haber un cambio de poder que comience a utilizarlo con otros propósitos. Ademas, la única manera de resolver cierta clase de conflictos bajo una sociedad semejante, es criminalizando el pensamiento diferente, es decir, ejerciendo un nivel de violencia mucho mayor al mínimo posible.

Por lo tanto, es inconsistente plantearse el problema de la libre inmigración como una libertad más que no puede violentarse y que hay que respetar1, cuando lo que hay no es una simple prohibición de una libertad, sino un conflicto que hay que resolver como tal, con el menor nivel de violencia posible.



Libertad, Nacionalismo y Religión


Entonces, el nacionalismo, ¿es malo? ¿es bueno? Los liberales antinacionalistas por principio, partiendo de la libertad como abstracción, dicen que siempre es malo, que no pueden haber nacionalismos buenos y nacionalismos malos. Como planteé antes, es curioso que últimamente para ellos las religiones no siempre son malas.

Lo cierto es que, tanto el nacionalismo como la religión como cualquier otra creencia grupal o colectiva, por ser tales no son ni malas ni buenas, ni liberales, ni antiberales. Simplemente, son. Son un hecho de la realidad. Y probablemente nunca van a dejar de existir sentimientos de pertenencia a algún grupo. Y así como hubieron y hay nacionalismos y religiones profundamente antiliberales, hay nacionalismos y religiones que no sólo no lo son, sino que hasta son un freno fundamental a la expansión de religiones y nacionalismos más amplios y poderosos, que sí pueden conducir a amenazas mucho más graves a la libertad.

El nacionalismo por sí sólo no genera violencia. La religión tampoco. Y lo mismo aplica a cualquier sentimiento de pertenencia o creencia. La violencia asociada a estos fenómenos es originada cuando no se respeta la opción de otros y se pretende imponer la propia. Y esto puede pasar, y pasa y ha pasado, con cualquier ideología, hasta con el liberalismo mismo. Sin embargo, muchos liberales sólo pueden ver el nacionalismo alemán o italiano que condujeron a la segunda guerra mundial, como si el fenómeno se completara con esos ejemplos. Durante esa época, acosados por la realidad de tales circunstancias, surgió una larga lista de liberales antinacionalistas que no digirieron bien el fenómeno. Pero eso no puede ser excusa para seguir sostendiendo la confusión.

Por otro lado, los nacionalismos también pueden perfectamente evitar conflictos y por lo tanto guerras, al separar lo diferente. Los antinacionalistas no advierten que pretender juntar a la fuerza culturas y visiones diferentes y no permitir opciones de organización social distintas, son causas de conflictos graves que hasta conducen a la guerra. Es ingenuo y falso creer que sólo los nacionalismos pueden crear conflictos y guerras, cuando de hecho el antinacionalismo los puede provocar aún peores. Bajo un marco cultural de respeto a las diferentes opciones de vida, el nacionalismo es una opción más que permite que diferentes grupos humanos se organicen como mejor les parezca sin molestar a otros. En cambio, el rechazo a todo sentimiento de grupo conduce a que todos deben ceñirse a un único modo de organización social o parámetros culturales y reglas de convivencia únicas.

Relacionado al problema migratorio y el soporte cultural de la libertad, anteriormente discutidos, Richard Storey2 propone el nacionalismo como mecanismo para conservar los aspectos liberales y libertarios de una cultura. No me parece que el nacionalismo sea estrictamente una necesidad, pero es un mecanismo posible ante la ausencia de otros frenos culturales.

Organizaciones supranacionales


Muchos liberales creen necesario un poder central que controle a los diferentes gobiernos para evitar el abuso contra sus ciudadanos. Semejante ingenuidad no contempla en absoluto la posibilidad de los abusos del gran supraestado central ni el hecho de que dichos abusos son ejercidos hacia grupos humanos y territorios mucho más amplios, y por tanto escapar de ellos se hace mucho más difícil. Y si un estado pequeño puede abusar de sus ciudadanos, ¿por qué uno más amplio no? De hecho cuanto más amplio, más peligroso. Pues cuanto más pequeños son los estados, mayor competencia hay entre ellos para que empresas y personas se establezcan en su territorio, ya que es menos costoso escapar de la influencia de uno para moverse hacia otro menos agresivo. De esta manera tienden a ser más competitivos, con menor peso fiscal y regulatorio. Esta competencia y limitación del poder de los gobiernos es aún mayor cuando el separatismo se convierte en una amenaza real hacia ese poder (La Sociedad Libre). Es decir, la multiplicidad de estados, y cuanto más pequeños mejor, conforman ya un sistema de contrapesos que limitan el poder y arbitrio de los gobiernos sobre sus ciudadanos, sin necesidad de un supraestado regulador que, lejos de ser una solución es, por el contrario, fuente de amenazas mucho más graves, precisamente por la ausencia o escasez de contrapesos.

Esta idea de poder central de muchos liberales se manifiesta sobre todo frente a la amenaza de separatismos promovidos por movimientos menos liberales en comparación con el estado del cual pretenden separarse. Y aquí se ve otro aspecto del liberalismo totalitarista que mencioné antes. Se comportan igual que aquellos autoritaristas que defienden la idea de una justicia que legitime todas las acciones del gobierno, cuando son sus ideas las que están en el poder. En su arrogancia de creer que van a gobernar por siempre, no les interesa preguntarse qué pasará cuando ese poder cambie de manos: ¿seguirán de acuerdo en que la justicia siga legitimando todas las acciones de un gobierno con ideas opuestas? O igual a aquellos autoritaristas que defienden la idea de que un gobierno elegido por mayorías tiene derecho a ejercer cualquier acción arbitraria contra cualquier individuo cuando las ideas en el poder son las suyas (y quien se oponga es golpista). ¿Seguirán pensando igual cuando quienes ganan las elecciones tienen ideas diferentes? Pues los liberales que pugnan por destruir o no permitir el desarrollo del derecho a la secesión negándoselo a los movimientos separatistas no liberales, también están destruyendo la institucionalización de la libre secesión para separarse de un gobierno poco respetuoso de las libertades individuales.

Por otro lado, no ven tampoco que una secesión de una población menos liberal no hace más que beneficiar a la población más liberal de la cual se secesiona, al reducir la presión cultural antiliberal y su influencia en todas sus instituciones. Es decir, una secesión promovida por ideas menos liberales es al mismo tiempo una secesión de ideas más liberales. ¿No sería acaso beneficioso para el liberalismo en una sociedad que muchos de sus elementos menos liberales hagan su vida por separado sin molestar a quienes buscan más libertad?

Y finalmente, una vez separado, a un movimiento político antiliberal no le va a resultar sencillo sostener muchas de sus políticas, ya que debe competir con los otros estados de la región. Bajo una cultura de libertad de secesión además, nada evita que a su vez se generen otros movimientos separatistas en el territorio ya escindido.

Por lo tanto, no admitir el secesionismo es, desde el punto de vista ético una actitud antiliberal e irrespetuosa de la diversidad. Y desde el punto de vista práctico es incluso contraproducente rechazar un mecanismo que conduce a sociedades más libres.

Yo simplemente quedo anonadado ante los liberales que prefieren el creciente estatismo de la Unión Europea antes que cualquier intento de separatismo, al que etiquetan de xenófobo, racista y fundado en el odio, y ahí prácticamente termina su interpretación maniquea del fenómeno. Prefieren el supranacionalismo socialista europeo, que no deja de ser una forma de nacionalismo, pero mucho más amplia, y es crecientemente antiliberal, antes que la más mínima limitación o control a la circulación de personas, que ni siquiera es ni puede ser un valor liberal, como ya establecimos antes en el presente texto. Es decir, fundamentándose en la libertad como abstracción, sus ideas conducen a la destrucción de la libertad como cultura, como tradición, como realidad, como humanidad. Por otro lado, ya que muchos, ya totalmente perdidos, asemejan al separatismo con el nazismo, éste apuntaba sin embargo a un gran estado europeo y más allá. Mucho más cercano a la idea de Europa como super nación y super estado que a los nacionalismos separatistas, que son todo lo contrario a los nacionalismos de carácter imperial.

Es cierto que el nacionalismo también puede ser una excusa para el proteccionismo, pero no hay una relación causa efecto directa del primero al segundo. Un ejemplo es el caso del Brexit, al que ni siquiera se le puede atribuir una motivación proteccionista, ya que es la propia Unión Europea la que ha amenazado a Gran Bretaña de aislarla económicamente mientras que es ésta quien quiere mantener los lazos comerciales y la libre circulación de bienes y servicios con Europa. Por el contrario, son las grandes organizaciones supranacionales las que imponen regulaciones económicas y financieras de toda clase a los países miembro (y hasta a los que no lo son, a través de castigos comerciales y financieros). Y son los intentos como el Brexit los que le ponen freno.

Con los mismos argumentos son mucho más convenientes para la libertad los tratados bilaterales de libre comercio que los multilaterales. Los tratados bilaterales son más simétricos y los diversos tratados se contrapesan entre sí, ya que no pueden establecer regulaciones arbitrarias sin violar otros acuerdos. Por ambas razones desde un tratado bilateral no pueden imponerse regulaciones importantes. En cambio los tratados multilaterales tienden a la acumulación de regulaciones y su consecuencia inevitable: creciente burocratización y centralización de poder en un supraestado y, para justificar tal centralización, recurso a fabricar o alimentar sentimientos supranacionalistas entre todos los gobernados. Y ni siquiera son ajenos a la aplicación de limitaciones proteccionistas hacia afuera del bloque.

El uso de violencia extrema para imponer una sociedad liberal


Muchos liberales con los que he debatido, reconociendo las limitaciones, problemas e inconsistencias a las que la aplicación ciega del NAP (Non Agression Principle) conduce, optan sin embargo por irse al extremo opuesto: criminalización, persecución y hasta eliminación de quienes, al pensar en una sociedad diferente a la liberal, amenazan la forma de vida liberal. No sólo es una actitud claramente antiliberal el no intentar resolver el conflicto mediante el menor nivel de violencia posible, sino que además semejante justificación del uso extremo de violencia también legitima la violencia extrema de gobiernos no liberales contra individuos que quieren más libertad, con el mismo argumento: la amenaza de la forma de vida que impone el gobierno y que, guste o no, muchos ciudadanos, a veces incluso mayorías, apoyan.

Una discusión al respecto se suscitó recientemente con la muerte de Fidel Castro y su comparación con Pinochet. Ambos asesinaron opositores (aunque el régimen de Castro muchos más que el de Pinochet) para imponer una organización social determinada y eliminar cualquier amenaza a ella, y eso permitió a uno y a otro lograr sus objetivos. Chile hoy es gracias a eso un país mucho más libre, desarrollado y rico que Cuba, que en cambio está sumido en la miseria total. Por esto, podremos estar de acuerdo en que, desde el punto de vista liberal, los resultados de la dictadura de Pinochet son muy preferibles a los de la de Castro. Sin embargo, los medios utilizados y los costos humanos los colocan a ambos moralmente al mismo nivel: no podemos legitimar el uso de violencia de Pinochet contra los comunistas sin legitimar el uso de violencia de Castro contra quienes querían más libertad. ¿Permitió salvar a Chile de algo muchísimo peor? Sí. Pero como liberales lo que debemos preguntarnos es: ¿podría haberse logrado lo mismo con un nivel de violencia muy inferior? Y la respuesta también es afirmativa. Hay muchas soluciones posibles que pasan por un nivel de violencia menor, incluso cero.

Por ejemplo, muchos comunistas seguramente hubieran migrado voluntariamente a sus paraísos comunistas (Cuba, Europa del Este, China, Corea) sin ser forzados a nada, tan sólo con pagarles el pasaje de ida (y allí que se arreglen). Para los que no, un viaje forzado de ida a alguno de esos paraísos hubiera significado también un nivel de violencia muy inferior al asesinato. Otra alternativa aún mucho menos violenta hubiera sido separar un territorio de Chile donde los comunistas pudieran intentar concretar su utopía pacíficamente, sin pretender imponérselo a los demás. Es más, el territorio separado puede perfectamente ser el más rico en recursos naturales. Los liberales sabemos de todas formas que una sociedad liberal no necesita poseer recursos naturales para desarrollarse, ya que el comercio suple lo que no se tiene. Por el contrario, los comunistas siempre están muy preocupados por el "control popular" de tales recursos ya que no sobreviven de otra manera que vendiéndolos (y ni siquiera así, como el caso de Venezuela lo demuestra), dado que las sociedades socialistas y comunistas son extremadamente improductivas y pobres, al destruir toda iniciativa e incentivo para producir.

Esta solución hubiera sido incluso más efectiva, ya que hubiera permitido un nivel de purga de las ideas antiliberales muy superior, y aún así con un nivel de violencia cero o casi cero.

No se cuál habría sido la solucion de los liberales contrarios al libre separatismo o pro libre inmigración a este último problema, ya que no aceptan ni la libre separación para establecer sociedades no liberales, ni la deportación a paraísos comunistas (que sería similar a aplicar control migratorio). Por otro lado, bajo su ideal concretado de estado mundial, no hay siquiera posibilidad de migración voluntaria a una sociedad comunista. Yo diría más bien que no habrían propuesto ninguna solución, hubieran negado el problema y el conflicto, como hacen ahora con los actuales, puesto que sus principios eliminan toda solución posible esperando que todo se resuelva solo. Y el resultado hubiera sido de todas formas la llegada al poder de un régimen anticomunista violento, o por el contrario, una espiral de violencia creciente del régimen comunista, inevitable para sostenerse en el poder. Es decir, frente a la pasividad total de esa clase de liberales, en cualquiera de los casos se hubiera desembocado en una sociedad violenta y por tanto antiliberal. Sin ideas liberales centradas e inteligentes, el destino de Chile era o sucumbir a una violencia creciente del régimen de Allende o el golpe de estado que finalmente se dió como reacción.

Por supuesto, no estoy pretendiendo que en dicha época tal conflicto se hubiera resuelto de las maneras que estoy sugiriendo. Tal pretensión es un anacronismo, ya que en esa época no habían ni fuerzas liberales suficientes, ni mucho menos la clase de liberalismo que estoy planteando.

No se le puede pedir a la Historia más de lo que fue, y faltaba (y aún falta) mucha cultura de libertad y de respeto para que tal clase de resolución pueda acontecer. Simplemente trazo una linea entre lo que debería ser la ética liberal, entre lo que debería defender un liberal, y lo que sucedió en tal momento.

El futuro del liberalismo


Sin ideas liberales centradas, pulidas e inteligentes, que no nieguen ni la realidad ni los conflictos derivados de las diferencias entre individuos y grupos humanos, que entiendan que el mercado y el capitalismo no sólo no resuelven todos los conflictos posibles sino que sólo pueden existir bajo un marco más amplio de una determinada tradición y cultura que ha de ser protegida; o en el otro extremo, que en nombre del liberalismo se ejerza un nivel de violencia inadmisible, el liberalismo nunca va a surgir como conjunto de ideas viables y convincentes frente a los diversos problemas y conflictos del mundo real, y las diversas sociedades no van a hacer más que pendular entre estatismos de diversas orientaciones y grados de autoritarismo.

La aplicación ciega del NAP sólo conduce a caer en la pasividad total frente a fenómenos que no se advierten como amenazas a la libertad.

Y si se niega el derecho a la secesión se elimina toda posibilidad de resolución de un rango importante de conflictos, que no se resuelven con libre mercado y capitalismo, y que sin ese componente adicional se terminan resolviéndo más tarde con un nivel importante de violencia, desde el estado o no, afectando todas las libertades. Es más, afirmo que sin libertad de secesión, el ideal liberal es inalcanzable.

Un liberalismo realista y consistente, en oposición al liberalismo dominante de carácter economicista, necesita primero entender y admitir la existencia de un amplio espectro de conflictos que van más allá de lo puramente económico, y luego pensarse en términos de mecanismos que busquen y descubran el nivel mínimo de violencia posible (cero como caso especial) que permita resolverlos. Es falaz pretender solucionar tales conflictos mediante el libre mercado puesto que afectan el marco mismo en que éste se puede desarrollar, con lo cual es ya un enorme error metodológico y conceptual asumir tal cosa. Es decir, se da vuelta la relación causa efecto y no se comprende que hay un espectro de conflictos que no se pueden resolver con libre mercado si la resolución de tales conflictos es una condición previa para alcanzar una sociedad de cultura y tradiciones liberales y por tanto, un mercado libre.


Notas

[1] De hecho Hans Hermann Hope demuestra que la libre inmigración no puede ser un derecho individual. Para completar el tema, sugiero al lector la siguiente lectura: Las fronteras abiertas son un ataque a la propiedad privada (Lew Rockwell). 

[2] El libertarismo necesita nacionalismo: Por qué da resultados tener una identidad nacional (Richard Storey).

Monday, September 07, 2015

Libertarianismo y libre inmigración

Me llama poderosamente la atención que la gran mayoría de los libertarios defiendan la libre inmigración con el argumento de que es consecuencia de los principios libertarios. En los debates en los que he participado, parece que el sólo hecho que 'libre inmigración' contenga el adjetivo 'libre', basta para que sea algo que los libertarios tenemos que defender para ser consistentes con nuestros principios.

Esta opinión generalizada sobre la libre inmigración entre filas libertarias proviene de un insuficiente o carente análisis serio del problema, sumado al hecho de que la mayoría de los libertarios tienden a analizar todo problema tan sólo bajo el aspecto del libre mercado y no de las instituciones que lo sostienen. Todo libertario debería profundizar más su visión de los problemas incluyendo un análisis institucional, en lugar de limitarse a lo estrictamente referente al mercado.

El término libertarianismo proviene de la palabra libertad. Los libertarios defendemos la libertad individual en los términos más amplios posibles, entendiendo libertades como aquellas acciones que nadie nos puede prohibir. Más amplios posibles significa trazar límites. Estos límites son lógicos, puesto que la libertad de todo individuo termina donde comienza la libertad de otros individuos. Y eso implica definir un límite. No tenemos la libertad de matar o utilizar la fuerza sobre otros para hacer algo que no quiere, simplemente porque estamos violentando la libertad de esos otros a hacer  de su vida lo que le plazca, de manera que es lógicamente imposible defender toda clase de libertades, porque unas clases de libertades violentan otras. Y la idea del libertarianismo es que todos tengamos las mismas libertades.

El libertarianismo reconoce a la propiedad privada, precisamente como el primer criterio para trazar esos límites. La primer propiedad privada es el cuerpo. No tenemos la libertad de violentar el cuerpo de otra persona porque es de su propiedad. No tenemos la libertad de invadir el hogar de otra persona porque es su propiedad, no importa que tal acción pueda salvarnos la vida. La propiedad privada, como límite para trazar entre libertades conflictivas, implica exclusión. Eso no significa que nadie pueda entrar a propiedad privada de otro, sino que la entrada está bajo absoluto criterio de su propietario: esto no es más que el derecho de admisión.

Nadie deja entrar a su casa a cualquiera para luego asegurarse que ese cualquiera no tiene malas intenciones o su presencia no nos va a molestar o nos va a gustar. Es al contrario: no dejamos entrar a nadie, excepto si conocemos a la persona, o sabemos que viene con buenas intenciones, o queremos que entre, etc. No por eso vamos a decir que estamos aplicando una presunción de culpabilidad a todo el mundo y castigándolo por crímenes que no cometió. Es claramente una ridiculez argumental decir tal cosa. Es nuestra propiedad, y nosotros decidimos quién entra y quién no. No hay castigo ni presunción de culpabilidad de algún crimen. Es simple derecho de admisión.

El caso parece complicarse porque no estamos hablando de un territorio privado, sino de un territorio estatal. Sin embargo, esto no resuelve nada a favor de la libre inmigración. Desde el momento en que no estamos hablando de propiedad privada sino de propiedad estatal, desde el libertarianismo no podemos decir qué puede hacer un estado con su territorio, porque ya está fuera del alcance de la teoría libertaria, que presupone propiedad privada como solución para resolver conflictos, y afirma que la propiedad pública resulta en conflictos irresolubles, uno de los cuales es la tragedia de los comunes.

Lo único que se puede hacer desde el libertarianismo es exigir que ese territorio deje de ser estatal para en su lugar pase a ser privado. Pero una vez logrado eso, ya opera el derecho de admisión, contrario a la libre entrada de inmigrantes. Y por tanto es su propietario o propietarios quienes tienen toda la libertad de decidir quiénes pueden o no pueden entrar.

Es decir, no sólo no existe absolutamente nada en el libertarianismo que prescriba la libre inmigración, sino al contrario, el libertarianismo se fundamenta en un principio de exclusión: la propiedad privada. Con lo cual es asombroso que la mayoría de los libertarios se escandalicen cuando oyen a alguien hablar de exclusión y contra la libre inmigración.

Pero por otro lado, muchos libertarios tienden a rechazar una idea sólo porque es ejercida por el Estado. ¿Debemos estar en contra de la justicia tan sólo porque hoy el monopolio lo tiene el estado? ¿Debemos estar en contra de la existencia de un servicio eléctrico en aquellos lugares donde el Estado lo monopoliza? Entonces, ¿debemos estar en contra del control migratorio sólo porque su monopolio lo ejerce hoy el Estado?

La mayoría de los libertarios ven el problema de la libre inmigración tan sólo como un conflicto entre una libertad y una prohibición, y por lo tanto, según ellos el libertarianismo prescribe la libre inmigración. No advierten que en realidad es un conflicto entre dos libertades diferentes: la libertad de unos de entrar a un territorio, y la libertad de quienes habitan ese territorio de convivir sólamente con aquellos que quieran. Observar que la mayoría de los libertarios defienden la libre secesión. Y sin embargo, nada más contrario a la libre secesión que la libre inmigración. Pues, ¿qué sentido tendría secesionarse si luego cualquiera podría entrar a ese nuevo territorio? El propósito de secesionarse es convivir en sociedad tan sólo con aquellos individuos que piensen similar. Si hay libre inmigración, no hay libre secesión, y viceversa. Es una libertad frente a otra, y no una arbitraria prohibición o reducción de libertad. Quien admite la necesidad de la libre secesión, admite por lógica que no podemos aceptar la libre inmigración.

Observar entonces que, decir que el estado no tiene derecho a prohibir la libre inmigración sobre territorio público, no es un argumento libertario. Muy al contrario, es un argumento estatista, pues se necesita la existencia de propiedad pública para que exista libre inmigración, ya que la propiedad privada la excluye. Y ni siquiera es la propiedad pública una condición suficiente, puesto que es necesario más que su existencia para que exista la libre inmigración. Pero no voy a meterme en esa línea de discusión, pues yo soy libertario, no estatista, y este artículo propone dar argumentos libertarios, no estatistas. Que el tema lo sigan discutiendo entre estatistas. Tal vez muchos libertarios no terminen de aceptar todas las consecuencias lógicas de la propiedad privada, y necesiten algo de estado a fin de cuentas.

Lo que sí podría discutirse un poco más es si conviene o no a una sociedad permitir la libre inmigración. Pero ya es un tema completamente separado del tema de si el libertarianismo la prescribe o no. Ya no es una discusión ética en base a los principios libertarios, sino tan sólo una discusión práctica en base a los resultados esperados.

La mayoría de los libertarios dicen que sí, que siempre conviene la libre inmigración, porque implica más gente para comerciar, para producir, para trabajar, etc. Eso es un punto a favor de la libre inmigración, sobre todo cuando se discute con quienes la rechazan con el argumento de que quitan trabajo e implican subsidios estatales que todos pagamos. Los libertarios en este sentido tenemos nuestra argumentación económica que refuta la idea de que los inmigrantes quitan trabajo. También neutralizamos el argumento del aumento de los subsidios estatales ya que mostramos la obviedad de que el problema entonces no es la inmigración, sino la existencia de dichos subsidios.

En cuanto al argumento de que los inmigrantes traen crimen y violencia, la mayoría de los libertarios contestan que no podemos presumir culpabilidad a priori, y que para algo ya existe el ordenamiento jurídico: para castigar crímenes y violencia contra el individuo. Entonces: ¿a qué temer? Ya existe la criminalidad en nuestra sociedad y ya existen los instrumentos para combatirla.

Y acá es donde trastabilla de nuevo la opinión mayoritaria de los libertarios. Para empezar, como discutimos arriba, no dejar entrar inmigrantes no es presumir culpabilidad o castigarlos por crímenes que no se cometieron, de la misma manera que no dejar entrar a tu casa a desconocidos tampoco lo es. Con lo cual lo de la presunción de culpabilidad es sencillamente un argumento ridículo.

Pero más importante aún, es entender que las instituciones que defienden la libertad no son dadas, trascendentales, impuestas por dioses por encima de los humanos, inmunes y con poder absoluto sobre los individuos de una sociedad. Las instituciones son fenómenos culturales, es decir, residen en la cultura de la sociedad en la que se manifiestan. Y son mucho más vulnerables de lo que la mayoría de la gente cree. De hecho vemos todos los días cómo, y sobre todo en las sociedades infectadas por el populismo, las primeras pequeñas violaciones a la libertad van condicionando a la cultura y las instituciones a aceptarlas cada vez más frecuentes y peores. Y en el correr de pocos años resulta una sociedad sin contrapesos para defender a nadie del poder absoluto del gobierno. Nada de esto hubiera sido posible sin un substrato cultural muy particular que ha rechazado la libertad y responsabilizado a ella de todos los males del mundo, hasta de las incapacidades propias.

Los inmigrantes llevan a donde van su cultura y por lo tanto, el acervo cultural que sostiene las instituciones de donde provienen. Por eso en países como EEUU, de inmigración fundamentalmente anglosajona, se han logrado sociedades mucho más libres que en los países de inmigración fundamentalmente latina, que son más propensos al populismo, al socialismo, al fascismo, etc. en general, a sociedades más totalitarias y dictatoriales.

EEUU ha recibido muchas oleadas migratorias de diversas partes del mundo luego de la primera oleada de inmigrantes anglosajones, sobre todo europeas. Y mantuvo razonablemente la calidad de las instituciones liberales, aunque últimamente vemos como se está 'latinoamericanizando', lo cual no es de extrañar dado que viene acumulando influencia cultural de inmigrantes latinoamericanos desde hace muchas décadas.

Toda institución sufre cambios frente a las oleadas inmigratorias. El lenguaje, el acervo histórico, la comida, la vestimenta, los mitos, etc. Defender esas instituciones contra la influencia extranjera sólo le interesan a los nacionalistas, no a los libertarios, a quienes nos agrada la diversidad y la mezcla cultural. Pero a un libertario lo que le debe importar, si realmente cree en sus principios, es defender las instituciones que defienden la libertad. Y éstas pueden no verse influídas, o incluso potenciadas, si las oleadas migratorias provienen de países con una cultura de respeto a la libertad. Pero se ven seriamente debilitadas cuando las oleadas migratorias provienen de culturas donde se tolera y se consiente la violencia contra el individuo de diversas maneras.

Entonces, el funcionamiento de las instituciones liberales no es automático. Funciona en la medida en que la gran mayoría de la gente respeta la libertad del otro. Pero dejan de ser eficientes cuando comienzan a masificarse las influencias en sentido contrario: la tolerancia, la indiferencia, el consentimiento frente a la violencia contra el individuo. Eso no sólo sucede cuando los individuos "se dejan estar" frente a influencias internas que comienzan a crecer (como el nazismo en la Alemania de los años 30), sino también, y de forma mucho más rápida aún, cuando se reciben grandes masas migratorias de personas que no están acostumbradas a sentir y vivir bajo la influencia de la libertad y sus instituciones. Cuando la influencia migratoria desde esta clase de culturas es pequeña, los inmigrantes suelen adaptarse con los años. Pero cuando ésta es grande, los inmigrantes comienzan a producir transformaciones profundas y comienza a institucionalizarse la violencia, porque ésta pierde contención.

Otra forma de verlo, al estilo de cómo argumentaba Hoppe, es imaginarse que un buen día sacamos a todos los suizos de Suiza y ponemos sólo población musulmana. ¿Seguirá siendo la misma suiza sólo porque ocupan el mismo territorio? ¿seguirá existiendo la misma cultura de libertad sólo porque los musulmanes están en territorio suizo? A menos que creamos que la cultura de una sociedad depende de alguna influencia mágica del territorio que ocupan, es obvio que no es así. Es un caso extremo, pero podemos imaginar a continuación qué pasaría si queda sólo un suizo. O dos, o tres, frente a millones de musulmanes. ¿Seguiría existiendo la cultura de libertad que hay en Suiza?

Evidentemente hay una masa crítica de inmigrantes a partir de la cual las instituciones suizas dejan de funcionar y comienza a dominar la cultura musulmana y sus instituciones. Incluso aunque en el poder judicial, legislativo y ejecutivo se conserven autoridades suizas, y el resto de la población es musulmana, es muy claro que las primeras no van a poder gobernar a las segundas, ya que se necesita una muy importante masa de ciudadanos que considere legítimas a las autoridades. Lo mismo sucedería si sustituyéramos todas las autoridades musulmanas de un país musulmán, por suizos.

Las instituciones no se imponen a la fuerza, como muchos libertarios parecen creer. La amenaza del uso de la fuerza tan sólo evita que una pequeña minoría sea capaz de desestabilizarlas. Pero no funciona para sostenerlas frente a una enorme cantidad de gente que no cree en ellas y que las violenta masivamente.

Por lo tanto, la inmigración de por sí no es una amenaza a la libertad. No es ni buena ni mala. Puede traer más prosperidad como todo lo contrario. Sí es mala la libre inmigración, es decir, la inmigración irrestricta y sin ninguna clase de selectividad en cuanto al acervo cultural que traen, porque no permite discriminar. Y no se trata de la estúpida generalización de 'todos los que vienen de aquí o de allá son criminales'. Se trata de que aún los que no son criminales, si provienen de ciertas culturas donde se tolera un grado importante de violencia contra el individuo, o traen consigo esa violencia (por ejemplo el trato que se da a las mujeres en algunas culturas), o traen un acervo cultural que permite el desarrollo de dicha violencia, aunque sea en forma de tolerancia y consentimiento pasivo, o no reconocen legitimidad en la forma en que se solucionan los conflictos en la sociedad a la que llegan,  y aunque lo que busquen sea vivir más seguros en una sociedad que promete otra cosa, entonces la cultura de libertad sencillamente se desmorona, y lo que se logró fue todo lo contrario a lo que los defensores de la libre inmigración buscaban: en nombre de la libertad, la destruyeron, puesto que la libertad que defendieron fue la libertad de destruir el resto de las libertades. Tal es la ingenuidad de muchos libertarios.

En conclusión, la libertad no es algo dado en las sociedades libres. No es un bloque sólido e inviolable, inmune a toda influencia externa. No es un halo mágico que protege a los individuos. Es parte de su cultura y su práctica diarias. Residen en la cultura, y viajan con ella. No son una característica de un territorio. Y como tal, al igual que el resto de sus aspectos culturales, sufren transformaciones ante la influencia de las olas migratorias. Dichas transformaciones pueden ser buenas, o pueden ser malas. No es de libertario asumir a priori que son buenas si esas transformaciones implican o pueden implicar el deterioro de la cultura de libertad. O lo que queda de ella. Pues ya el trabajo de los libertarios en casa es muy difícil como para que encima de eso los estatistas reciban refuerzos de grandes masas de individuos que desconocen qué es vivir en libertad y los compromisos que implica para sostener esa clase de vida.

Algunos no convencidos con todo esto se autoconfunden trazando una analogía entre la libre circulacion de mercancías y la libre circulación de personas. Si existe libre circulación de mercancías, debíera existir libre circulación de personas. ¿Cuál es la diferencia? Sencillo. La libre circulación de mercancías no deteriora la cultura de libertad. Las mercancías no tienen cultura, no tienen voluntad. Las personas sí.

Es muy fácil tratar de desalmados a los que no permiten la entrada de gente que intenta escapar de la miseria de sus países de orígen. Sobre todo si se acompaña con fotos de niños muertos. Muchos libertarios, al apelar a esta clase de argumentos emocionales, me resultan como que todavía no han superado la manipulación emocional de las ideologías populistas que con las mismas tácticas buscan horadar la libertad todos los días.

Antes bien deberíamos enfocarnos en comprender las causas de esas tragedias humanas en los países orígen, qué tanto defienden la libertad en dichos países y por lo tanto qué tanto pueden socavar la cultura de libertad allí dónde van, y por qué no presionar más bien para que sean recibidos por países con cultura mucho más similar que no estén viviendo la misma tragedia, en lugar de apelar al facilismo políticamente correcto de culpar a Occidente siempre, ese mismo Occidente que por algo es elegido por quienes huyen.

Saturday, November 07, 2009

La Libertad y la Voluntad Común (Bruno Leoni)

Este post es una traducción del inglés de un capítulo de The Freedom and The Law (La Libertad y la Ley) de Bruno Leoni, uno de mis autores favoritos. Pienso que es uno de los pasajes más iluminadores de su obra, y que además goza de gran actualidad para entender ciertos fenómenos institucionales y políticos de nuestras sociedades. Verán también su relación con distintos temas que se han tratado últimamente en este blog.



En política, pareciera que hay muchos asuntos en los cuales, al menos al principio, el acuerdo no puede ser unánime, y por tanto son inevitables los grupos de decisión, con su apéndice de procedimientos coercitivos, regla de la mayoría, y así sucesivamente. Esto puede parecer cierto en los sistemas actuales, pero esa certeza desaparece luego de una rigurosa evaluación sobre los asuntos a ser decididos por tales grupos de acuerdo a los procedimientos coercitivos.

Los grupos de decisión frecuentemente nos recuerdan un grupo de asaltantes, acerca de los cuales el eminente erudito americano, Lawrence Lowell, una vez remarcó que no constituyen una mayoría cuando, luego de haber esperado a algún viajero en un lugar solitario, lo privan de su bolso. De acuerdo a Lowell, un puñado de personas no puede ser denominado una "mayoría" en comparación con el hombre al que roban. Ni este último puede ser denominado una "minoría". Hay protecciones constitucionales y, por supuesto, legislación criminal tanto en los Estados Unidos como en otros países, que tienden a prevenir la formación de tales "mayorías". Desafortunadamente, muchas mayorías en nuestro tiempo tienen usualmente mucho en común con esta peculiar "mayoría" descrita por Lawrence Lowell. Son mayorías legales, constituídas de acuerdo a la ley escrita y las constituciones o, al menos, de acuerdo a ciertas interpretaciones elásticas de las constituciones, de muchos países de la actualidad. Siempre que una mayoría de los pretendidos "representativos del pueblo" se conducen para obtener una decisión de grupo, por ejemplo, los Decretos de Propietario y Arrendatario en Inglaterra o estatutos similares en Italia o en donde sea, diseñados a forzar al propietario a conservar en su casa, contra su voluntad y contra todo previo acuerdo, con una renta baja, arrendatarios que podrían fácilmente pagar, en la mayoría de los casos, una renta en acuerdo con los precios de mercado. No puedo ver ninguna razón para distinguir esta mayoría de aquella descrita por Lawrence Lowell. Hay una sola diferencia: la segunda no es permitida por la ley escrita del país, mientras que la primera es al momento permitida.

De hecho, la gran característica que ambas mayorías tienen en común es la coacción ejercida de parte de ciertas personas más numerosas, en contra de otras menos numerosas para hacer sufrir a las últimas lo que nunca sufrirían si tan sólo pudieran tomar decisiones libres y hacer acuerdos libres con los primeros. No hay ninguna razón para suponer que los individuos pertenecientes a estas mayorías se sentirían de forma diferente a sus presentes víctimas si los primeros pertenecieran a la minoría que han conseguido coaccionar. Así, el mandato Gospel, que retrocede por lo menos tan lejos como la filosofía de Confucio, y que es probablemente una de las reglas notablemente más concisas de la filosofía de la libertad individual, «No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a tí», está siendo modificada por todas las mayorías de la clase que describe Lowell, de la siguiente manera: «Haz a otros lo que no quieres que te hagan a tí». En este sentido, Schumpeter estaba en lo cierto cuando decía que "la voluntad común" es una vergüenza en las comunidades políticas modernas. No podemos sino estar de acuerdo con él si consideramos todos los casos de grupos de decisión como aquellos que he mencionado. La gente que pertenece al lado ganador del grupo dicen que están decidiendo por el interés común y de acuerdo a "la voluntad común".

Pero siempre que las decisiones, al dictarse, están coaccionando minorías para obtener su dinero o mantener en sus casas a otras personas a las que no quieren mantener allí, no habrá unanimidad de parte de todos los miembros del grupo. Cierto, mucha gente considera esta misma ausencia de unanimidad como una buena razón para invocar grupos de decisión y procedimientos coercitivos. Sin embargo, esta no es una objeción seria contra la reforma que estoy proponiendo. Si consideramos que uno de los principales fines de esta reforma sería el restablecimiento de la libertad individual en sentido de ser libre de la coacción de otras personas, no encontraremos razón para garantizar un lugar en nuestro sistema para aquellas decisiones que involucran el ejercicio de coacción sobre personas menos numerosas en nombre de otras más numerosas. No puede haber "voluntad común" en esa clase de decisiones a menos que uno simplemente identifique la "voluntad común" con la voluntad de las mayorías sin importar la libertad de las personas que pertenecen a las minorías.

Por otro lado, la "voluntad común", tiene un significado mucho más convincente que aquella adoptada por quienes defienden los grupos de decisión. Es la voluntad que emerge de la colaboración de todas las personas involucradas, sin ningún recurso a los grupos de decisión y las decisiones de grupo. Esta voluntad común crea y mantiene viva tanto palabras en el lenguaje ordinario, como acuerdos y compromisos entre partes sin ninguna necesidad de coerción en la relación entre individuos; exalta artistas populares, escritores, actores, o luchadores; y crea y mantiene vivas modas, reglas de cortesía, reglas morales, etc. Esta voluntad es "común" en el sentido en que todos los individuos que participan en su manifestación y ejercicio en una comunidad son libres de hacerlo, mientras que aquellos que eventualmente no están de acuerdo también son libres de hacerlo sin ser forzados por otras personas para aceptar su decisión. Bajo tal sistema, todos los miembros de la comunidad están de acuerdo en principio que los sentimientos, acciones, formas de comportamiento, y así sucesivamente, de parte de individuos que pertenecen a la comunidad son perfectamente admisibles y permisibles sin estorbar a nadie, sin importar el número de individuos que sienten o actúan en esas maneras.

Cierto, esto es más un modelo teórico de la "voluntad común" que una situación susceptible de ser establecida históricamente en todos sus detalles. Pero la historia nos ofrece un número de ejemplos de sociedades en las cuales puede decirse que una "voluntad común" ha existido en el sentido en que la he descrito. Incluso en el presente e incluso en los países donde los métodos coercitivos son ampliamente aplicados, hay aún muchas situaciones en las cuales una verdadera voluntad común emerge y nadie combate seriamente su existencia o desea un estado de cosas diferente.

Veamos ahora si podemos imaginar una "voluntad común" que se refleje no sólo en el lenguaje común o en una ley común, en modas comunes, gustos, y así sucesivamente, sino también en grupos de decisión, con toda su parafernalia de procedimientos coercitivos.

Estrictamente hablando, debemos concluir que ningún grupo de decisión, si no es unánime, es la expresión de una voluntad común a todas las personas que participan en esa decisión en un momento dado. Pero las decisiones son tomadas, en algunos casos contra minorías, como, por ejemplo, cuando un veredicto es alcanzado por un jurado contra un ladrón o un asesino, que no vacilaría a su vez en adoptar o en favorecer la misma decisión si hubiera sido víctima de otras personas en el mismo sentido. Ha sido notado frecuentemente desde los tiempos de Platón, que incluso los piratas y los asaltantes deben a fin de cuentas admitir una ley común a todos ellos, en caso contrario su banda se disolvería o destruiría desde dentro. Si tomamos estos hechos en consideración, podemos decir que hay decisiones que, aunque no reflejen en cada momento la voluntad de todos los miembros del grupo, pueden ser considerados comunes al grupo, por cuanto todos las admiten bajo similares circunstancias. Pienso que este es el núcleo de la verdad en ciertas consideraciones paradójicas establecidas por Rousseau que parecen bastante tontas a sus adversarios o sus lectores superficiales. Cuando se dice que un criminal busca su propia condena, desde el momento en que ha acordado previamente con otras personas el castigar a todos los criminales y a él mismo si fuera el caso, el filósofo francés hace una afirmación que, tomada literalmente, es una tontería. Pero no es una tontería presumir que cada criminal admitiría e incluso solicitaría la condena de otros criminales en las mismas circunstancias. En este sentido, hay una "voluntad común" de parte de todos los miembros de una comunidad para dificultar y eventualmente castigar cierta clase de comportamiento que son definidos como crímenes en esa sociedad. Lo mismo se aplica más o menos a toda otra clase de comportamiento como los agravios en los países anglosajones, esto es, formas de comportamiento que, de acuerdo a una convicción comúnmente compartida, no son permitidos en la sociedad.

Hay obvias diferencias entre el objeto de los grupos de decisión relativos a la condena de tales formas de comportamiento como crímenes o agravios y decisiones relativas a otras formas de comportamiento tales como aquellas impuestas a los propietarios en los estatutos mencionados anteriormente. En el primer caso, las sentencias son pronunciadas por el grupo en contra de un individuo o una minoría de miembros individuales del grupo que han cometido un asalto dentro mismo del grupo. En el último caso, las decisiones simplemente cometen algúna forma de robo contra otras personas, en particular, contra personas que pertenecen a una minoría del grupo. En el primer caso, todos, incluídos cada miembro de la minoría siendo condenada por asalto, aprobaría la condena en cualquier otra circunstancia que la suya; mientras que en el último caso, sucede exactamente lo contrario: la decisión (en este caso, el robo a una minoría dentro del grupo) no sería aprobada por los mismos miembros de la mayoría en cualquier instancia en que ellos mismos fueran víctimas de ella. Pero en ambos casos, todos los miembros del grupo en cuestión sí sienten, como hemos visto, que algunas formas de comportamiento son condenables. Esto es lo que nos permite decir que en efecto hay grupos de decisión que pueden corresponder a una "voluntad común", siempre que podamos suponer que el objeto de tales decisiones sería aprobado bajo circunstancias similares por todos los miembros de un grupo, incluyendo los miembros de la minoría que son las presentes víctimas. Por otro lado, no podemos considerar que exista una correspondencia con la "voluntad común" de un grupo decisiones tales como aquellas que no serían aprobadas bajo las mismas circunstancias por todos los miembros de un grupo, incluyendo los miembros de la mayoría que son ahora los beneficiarios.

Los grupos de decisión del segundo tipo deberían ser removidos del plano que describe el área de los grupos de decisión aptos o necesarios en la sociedad comtemporánea. Y todos los grupos de decisión del primer tipo deberían dejarse en el plano luego de una rigurosa evaluación de su objetivo. Por supuesto, yo no imagino que eliminar tales grupos de decisión sea una tarea sencilla de parte de cualquiera en los tiempos que corren. Pero eliminar todas las decisiones de grupo tomadas por las mayorías de la clase que describe Lowell significaría terminar de una vez y para siempre con esa especie de guerra legal que coloca a grupos contra grupos en la sociedad contemporánea debido al intento perpetuo de sus respectivos miembros de coaccionar, en su propio beneficio, a otros miembros de la comunidad para aceptar tratos y acciones antiproductivas. Desde este punto de vista, uno podría aplicar sobre una parte conspicua de la legislación contemporánea la definición que el teórico alemán Clausewitz aplicó a la guerra, esto es, que es un medio de conseguir aquellos fines que ya no son posibles conseguir por medio del acostumbrado soborno. Es este el concepto prevaleciente de la ley como un instrumento de propósitos corporativos que sugirió, un siglo atrás, a Bastiat su famosa definición del estado: «L'etat, la grande fiction à travers laquelle tout le monde s'efforce de vivre au dépens de tout le monde» («El Estado, esa gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo»). Debemos admitir que esta definición es válida también en nuestro tiempo.

Un concepto agresivo de legislación para servir intereses sectarios ha subvertido el ideal de sociedad política como una entidad homogénea, si acaso como sociedad misma. Las minorías coaccionadas a aceptar los resultados de una legislación con la que nunca estarían de acuerdo bajo otras condiciones se sienten tratadas injustamente y aceptan su situación sólo con el propósito de evitar algo peor o considerarla como una excusa para obtener en beneficio propio otras leyes que a su vez perjudican a otras personas. Quizás esta imagen no se aplica para los Estados Unidos a ese nivel como sí lo hace para muchas naciones en Europa en la cual las ideas socialistas han cubierto tantos intereses sectarios tanto de mayorías transitorias como permanentes dentro de cada país. Pero sólo basta referirme a leyes como el decreto Norris-La Guardia para convencer a mis lectores que lo que digo también se aplica a este país. Aquí, sin embargo, los privilegios legales en favor de grupos particulares son usualmente pagados no por otro grupo particular, como en el caso de los países europeos, sino por todos los ciudadanos en su calidad de contribuyentes.

Afortunadamente para toda la gente que espera que la reforma que he sugerido se tendrá que dar en algún momento u otro, los grupos de decisión en nuestra sociedad no son todos de la clase vejativa que he considerado, ni son todas las mayorías de la variedad de Lowell.

Los grupos de decisión que figuran en los mapas políticos de los tiempos presentes involucran también objetos que son más propiamente localizados en el mapa de las decisiones individuales. Tales objetos, por ejemplo, son cubiertos por la legislación contemporánea siempre que ésta se limita a tipificar aquello que es sostenido en común como derecho o deber por la población de un país. Sospecho que muchos de los que invocan las leyes escritas contra los poderes arbitrarios de un individuo, sea tirano, oficial del estado o incluso mayorías transitorias como aquellas que han prevalecido en Atenas en el siglo V antes de cristo, en mayor o menor medida piensa conscientemente en las leyes simplemente como una tipificación de reglas no escritas ya adoptadas por toda la gente en una sociedad. De hecho, muchas regulaciones escritas podían y aún pueden ser consideradas como simples epítomes de reglas no escritas, al menos en referencia a su contenido, sino a la intención de los legisladores involucrados. Un caso clásico es el Corpus Iuris
de Justiniano. Esto es cierto no obstante el hecho de que, de acuerdo a la intención explícita de dicho emperador, quien (no debemos olvidar) perteneció a un país y un pueblo inclinado a identificar la ley de una nación con sus leyes escritas, la totalidad del Corpus Iuris tuvo que ser adoptado por sus súbditos como un decreto promulgado por el mismo emperador.

Pero una conexión estricta entre el ideal del Corpus Iuris como la ley escrita, y la ley común o no escrita actualmente plasmada en aquélla, fue notablemente evidenciada por el contenido del Corpus. De hecho, la parte central y más larga de esta obra, la llamada Pandactae o Digesta, consiste enteramente de declaraciones de los viejos juristas romanos relacionados con la ley no escrita. Sus trabajos fueron recolectados y seleccionados por Justiniano (quien puede ser considerado, incidentalmente, como el editor del más famoso Reader's Digest de todos los tiempos) con el propósito de ser presentados a sus súbditos como una formulación particular de sus propias órdenes. Cierto, de acuerdo a los estudiosos modernos, esta compilación, selección y resumen de Justiniano debió haber sido bastante complicada, al menos en muchos casos para los cuales pueden surgir dudas razonables acerca de la autenticidad de los textos incluídos en el Corpus y alegadamente pertenecientes al trabajo de viejos juristas romanos como Paulo o Ulpiano. Pero no hay duda entre los estudiosos acerca de la selección en su conjunto. Incluso para casos particulares, las dudas sobre la autenticidad de la selección han sido abandonadas en cierta medida en tiempos recientes por la mayor parte de los estudiosos.

A su vez, la selección de Justiniano fue el objeto de un proceso similar de parte de los juristas de Europa continental en la Edad Media y en la Modernidad, antes de la presente era de códigos y constituciones escritas. Para los juristas continentales de nuestros días, no era una cuestión de seleccionar al modo justiniano, sino de interpretar, esto es, de ajustar el significado de los textos justinianos siempre que era necesario dar expresión a las nuevas exigencias, mientras se deja su totalidad esencialmente válida, hasta tiempos recientes, como la ley nacional en la mayor parte de los países de Europa. Por tanto, mientras el viejo emperador había transformado la ley común establecida por los viejos juristas en una ley escrita formalmente promulgada por él, los juristas continentales medievales y modernos, previo a la promulgación de los códigos de hoy, transformaron a su vez las leyes de Justiniano en una nueva ley establecida por los juristas, en una Juristenrecht, como los alemanes la llamaban, la cual era aproximadamente una edición revisada del Corpus justiniano y por tanto de la vieja ley romana.

Muy a su sorpresa, un colega mío italiano descubrió hace algunos años que el Corpus justiniano era aún literalmente válido en algunos países del mundo, por ejemplo, en Sudáfrica. Un cliente suyo, una dama residente en Italia que tenía algunas propiedades en Sudáfrica, lo puso a cargo de las transacciones implicadas, los cuales debidamente llevó a cabo. Más tarde fue solicitado por su par en Sudáfrica a que le envíe una declaración firmada por la dama estableciendo que ella renunciaba al provecho propio en el futuro, de los privilegios conferidos a las mujeres por el Senatum Consultum Velleianum, esto es, la disposición promulgada por el Senado Romano diecinueve siglos atrás con el propósito de autorizar a las mujeres a retroceder en su palabra y en general a rechazar el mantener ciertos compromisos hacia otras personas. Aquellos sabios senadores romanos eran conscientes del hecho de que las mujeres eran propensas a cambiar de opinión y por lo tanto hubiera sido injusto esperar de ellas la misma consistencia que era usualmente requerida para los hombres por la ley. El resultado de la disposición del senado había sido, presumo, algo diferente de aquél esperado por los senadores. La gente tendría muy pocos deseos de entrar en acuerdos con las mujeres luego de la disposición del Senatus Consultum. Un remedio para este inconveniente fue finalmente encontrado admitiendo que las mujeres podían renunciar al privilegio del Senatum Consultum antes de comprometerse en algunos contratos, tales como la venta de tierras. Mi colega envió a Sudáfrica la renuncia de su cliente al derecho de invocar el Senatus Consultum Velleianum, firmada por la dama, y la venta fue efectuada en el rumbo correcto.

Cuando me contaron esta historia, reflexioné con diversión que hay gente que piensa que todo lo que necesitamos para ser felices son nuevas leyes. Por el contrario, tenemos una imponente evidencia histórica para apoyar la conclusión de que incluso la legislación en muchos casos, luego de siglos y generaciones, ha reflejado mucho más un proceso espontáneo de creación de leyes que los arbitrarios deseos de una decisión mayoritaria por un grupo de legisladores.

La palabra alemana Rechtsfindung, esto es, la operación de descubrir la ley, parece representar bien la idea central del Juristenrecht y de la actividad de los juristas de Europa Continental como un todo. La ley era concebida no como algo promulgado, sino como algo existente, que era necesario encontrar, descubrir. Esta operación no era emprendida directamente para establecer el significado de los compromisos humanos o de los sentimientos humanos en relación a los derechos y deberes, sino, antes que nada (al menos en forma aparente), para establecer el significado de un texto escrito dos mil años atrás, como la compilación justiniana.

Esta idea es interesante desde nuestro punto de vista ya que nos ofrece evidencia del hecho de que la ley escrita en sí misma no es siempre necesariamente legislación, esto es, ley promulgada. El Corpus Iuris justiniano en Europa continental no fue más legislación, al menos en el sentido técnico de la palabra, es decir, como ley promulgada por la autoridad legislativa de los países europeos. (Esto, incidentalmente, podría satisfacer a aquellas personas que se aferran al ideal de la certeza de la ley en el sentido de una fórmula redactada de forma precisa, sin sacrificar el ideal de la certeza de la ley entendida como la posibilidad de hacer planes a largo plazo.)

Los códigos de Europa Continental ofrecen otro ejemplo de un fenómeno del cual muy pocas personas son conscientes hoy, a saber, la estricta conexión entre el ideal de una ley formalmente promulgada y el ideal de una ley cuyo contenido es actualmente independiente de la legislación. Estos códigos pueden ser considerados, a su vez, sobre todo como epítomes del Corpus Iuris Justiniano y de las interpretaciones que la compilación justiniana había sufrido de parte de los juristas europeos a lo largo de muchos siglos durante la Edad Media y en los tiempos modernos antes de la promulgación de los códigos.

Podríamos comparar hasta cierto punto los códigos de Europa Continental con los pronunciamientos oficiales de las autoridades, por ejemplo en las municipia italiana de los tiempos romanos, usados para emitir la certificación de la pureza y el peso de los metales empleados por la acuñación privada de monedas, mientras que la legislación en el presente puede ser comparada como una reglamentación de la interferencia por todos los gobiernos de la actualidad en la determinación del valor de sus billetes inconvertibles. (Incidentalmente, el papel moneda es en sí mismo un ejemplo notable de legislación en el sentido contemporáneo, esto es, de un grupo de decisión cuyo resultado es que algunos miembros del grupo son sacrificados en beneficio de otros, mientras que esto no podría haber pasado si el primero pudiera libremente elegir qué dinero aceptar y cuál rechazar.)

Los códigos de Europa continental, como el código de Napoleón, o el Código austríaco de 1811, o el Código Alemán de 1900, fueron el resultado de diversas críticas a las que había sido sometida la compilación de Justiniano ya devenida en el Juristenrecht. Una búsqueda de la certeza de la ley, en el sentido de la precisión verbal, fue una de las razones principales para la codificación sugerida. El Pandactae parecía ser un sistema impreciso de reglas, muchas de las cuales podrían ser consideradas como instancias particulares de una regla más general que los juristas romanos nunca se habían preocupado de formular. En realidad, habían esquivado deliberadamente tales formulaciones en la mayor parte de los casos con el propósito de evitar convertirse en prisioneros de sus propias reglas siempre que se enfrentaban a casos sin precedentes. De hecho, el sistema justiniano demostró ser demasiado abierto para un sistema cerrado, mientras que el Juristenrecht a su vez, funcionando en su característico modo poco sistemático, ha incrementado, más que reducido, la contradicción original del sistema justiniano.

La codificación representó un paso considerable en la dirección de la idea de Justiniano de que la ley es un sistema cerrado, a ser planificado por expertos bajo la dirección de las autoridades políticas, pero implicó también que esta planificación tuvo que relacionarse más a la forma y no tanto al contenido de la ley.

Es así que, un eminente erudito alemán, Eugen Ehrlich, escribió que «la reforma de la ley en el código alemán de 1900 y en los códigos continentales precedentes fue más aparente que real»1. El Juristenrecht pasó casi intocado en los nuevos códigos, aunque en forma bastante abreviada, cuya interpretación aún implicaba un conocimiento sustancial de la literatura jurídica precedente del Continente.

Desafortunadamente, luego de cierto tiempo el nuevo ideal adoptado de darle forma legislativa a un contenido no legislativo demostró ser autocontradictoria. La ley no legislativa está siempre cambiando, aunque lentamente y en una forma bastante clandestina. No puede ser convertida en un sistema cerrado más que el lenguaje ordinario, aunque el intento ha sido hecho por muchos eruditos en varios países, como los fundadores del Esperanto y de otros lenguages artificiales. Pero el remedio adoptado por este inconveniente demostró ser bastante ineficiente. Nuevas leyes escritas tuvieron que ser promulgadas para modificar los códigos y, gradualmente, el sistema cerrado original de los códigos se vió rodeado y sobrecargado con una enorme cantidad de otras reglas escritas, cuya acumulación es una de las características más notables de los sistemas legales europeos en el presente. Sin embargo, los códigos son aún considerados en los países europeos como el núcleo de la ley, y en tanto su contenido original ha sido aún preservado, podemos reconocer en ellos la conexión entre el ideal de una ley formalmente promulgada y un contenido que remite a la ley no escrita que había accionado primero a la compilación justiniana.

Si consideramos, por otro lado, lo sucedido en tiempos comparativamente recientes en los países de habla inglesa, podemos encontrar ejemplos del mismo proceso. Varias promulgaciones del parlamento son en mayor o menor medida epítomes de los rationes decidendi elaborados por las courts of judicature durante un largo proceso que se prolongó sobre toda la historia del common law.2

Aquellos que estén familiarizados con la historia del common law inglés estarán de acuerdo en ser recordados que, por ejemplo, el Infant Relief Act de 1874 no hizo nada excepto reforzar la norma del common law de que los contratos infantiles son anulables por opción del infante. Para dar otro ejemplo, el Sale of Goods Act de 1893 volvió estatutaria la norma del common law para la cual cuando los bienes son vendidos mediante subasta, en ausencia de una intención expresamente contraria, la puja más alta constituye la oferta, y la caída del martillo constituye la aceptación. A su vez, varias otras promulgaciones como el Statute of Frauds de 1677 o la Law of Property Act de 1925 volvieron estatutarias otras normas del common law (como la norma de que ciertos contratos no tienen validez ejecutoria excepto que así sea evidenciado en las escrituras), y la Companies Act de 1948 obligando a los promotores de las compañías a revelar ciertos asuntos en sus prospectos constituyeron meramente una aplicación de un caso particular de algunas normas establecidas por las cortes en relación a la interpretación equivocada de los contratos. Sería redundante citar otros ejemplos que podrían ser mencionados.

Finalmente, como ya puntualizó Dicey, muchas constituciones y declaraciones modernas de derechos pueden ser consideradas, a su vez, no como la creación de nihilo de parte de Solones modernos, sino en mayor o menor medida como epítomes concienzudos de un conjunto de rationes decidendi que las courts of judicature en Inglaterra habían descubierto y aplicado paso a paso en decisiones concernientes a los derechos de individuos particulares.

El hecho de que tanto los códigos escritos como las constituciones, aunque se presenten como ley promulgada en el siglo XIX, reflejan en su contenido un proceso de creación de leyes basado esencialmente en el comportamiento espontáneo de individuos privados a lo largo de siglos y generaciones, pudo y aún puede inducir a los pensadores liberales a considerar la ley escrita (concebida como un conjunto de reglas generales redactadas de forma precisa) como un medio indispensable para la preservación de la libertad en nuestro tiempo.

De hecho, las reglas incorporadas en códigos escritos y en constituciones escritas podría aparecer como la mejor expresión de los principios liberales en tanto reflejaron un largo proceso histórico cuyo resultado no fue, en su esencia, una ley establecida por legisladores, sino elaborada por juristas o por jueces. Esto es describirla como una ley "elaborada por todos", de la variedad que el viejo Cato el Censor había exaltado como la causa principal de la grandeza del sistema romano.

El hecho de que las leyes promulgadas, aunque sean genéricamente formuladas, redactadas de forma precisa, teóricamente imparciales, e incluso ciertas, seguras, en algunos aspectos, podría también tener un contenido incompatible con la libertad individual, no fue tenido en cuenta por los proponentes continentales de los códigos escritos y especialmente de las constituciones escritas. Se convencieron que el Rechtsstaat o el état de droit (N. del T.: estado de derecho) se correspondía perfectamente con el Rule of Law inglés e incluso que eran preferibles a éste porque eran más claros, más comprehensivos, y con una formulación más precisa. Cuando el Rechtsstaat fue corrompido, esta convicción rápidamente mostró ser una ilusión.

En nuestro tiempo, grupos de toda clase han encontrado fácil, mientras han intentado cambiar el contenido de los códigos y las constituciones, pretender que aún estaban respetando la idea clásica del Rechsstaat, con su preocupación por la generalidad, la igualdad y la certeza de las reglas escritas aprobadas por diputados "representativos" del "pueblo" de acuerdo a la regla de las mayorías. La idea del siglo XIX de que el Juristenrecht del continente había sido reestablecido exitosamente e incluso reescrito más claramente en los códigos (y es más, que los principios subyacentes a la constitución elaborada por jueces del pueblo inglés habían sido transferidas en constituciones escritas promulgadas por cuerpos legislativos) ahora allanaba el camino hacia un nuevo concepto castrado del Rechsstaat: un estado de la ley en el cual las reglas tenían que ser promulgadas por la legislatura. El hecho de que, en los códigos y constituciones originales del siglo XIX, la legislatura se confinó básicamente a compendiar una ley que no había sido promulgada, fue gradualmente olvidado o considerado de poca significación comparado con el hecho de que tanto los códigos como las constituciones habían sido promulgados por las legislaturas, cuyos miembros eran "representantes" del pueblo.

De forma concomitante con este hecho hubo otro, también puntualizado por el profesor Ehrlich. El Juristenrecht introducido en los códigos había sido abreviado, pero en una forma en que los abogados contemporáneos fueran capaces de entenderlo fácilmente por referencia a un trasfondo judicial con el cual estaban perfectamente familiarizados previamente a la promulgación de los códigos3. Sin embargo, los abogados de la segunda generación ya no fueron capaces de hacer esto. Se acostumbraron a referirse mucho más al código en sí mismo que a su trasfondo histórico. Aridez y pobreza fueron, de acuerdo a Ehrlich, las características de los comentarios de la segunda y las subsecuentes generaciones de abogados continentales, evidencia del hecho de que la actividad de los abogados no puede mantenerse en un nivel alto si está basado sólamente en la ley escrita sin el trasfondo de una larga tradición.

La consecuencia más importante de esta tendencia fue que los pueblos del continente y hasta en cierto punto también de los países de habla inglesa, se acostumbraron más y más a concebir el conjunto de la ley como ley escrita, esto es, como una serie singular de promulgaciones de parte de cuerpos legislativos de acuerdo a la regla de las mayorías.

De esta manera, la ley como un todo comenzó a ser pensada como el resultado de grupos de decisión en lugar de decisiones inviduales, y algunos teóricos como el profesor Hans Kelsen fueron tan lejos como para incluso negar que sea posible hablar de conducta jurídica o política de parte de los individuos sin referencia a un conjunto de leyes coercitivas mediante las cuales toda conducta puede ser calificada de "legal" o no.

Otra consecuencia de este concepto reformador de la ley en nuestro tiempo fue que el proceso de elaboración de leyes ya no fue más considerado como principalmente conectado a la actividad teórica de parte de expertos, como jueces y abogados, sino como el simple deseo de las mayorías ganadoras en el seno de los cuerpos legislativos. El principio de "representación" parece asegurar a su vez una pretendida conexión entre las mayorías ganadoras y cada individuo en tanto es concebido como miembro del electorado. De esta manera, la participación de los individuos en el proceso de elaboración de leyes ha cesado de ser efectiva y se ha convertido más y más en una especie de ceremonia vacía que periódicamente toma lugar en las elecciones generales de un país.

El proceso espontáneo de creación de leyes antes de la promulgación de los códigos y las constituciones del siglo XIX no fué de ningún modo único si es considerado en relación a otros procesos espontáneos como el del lenguaje ordinario o el de las transacciones económicas del día a día o el de las modas cambiantes. Un rasgo característico de estos procesos es que son efectuados a través de una colaboración voluntaria de un número enorme de individuos cada uno de los cuales tiene una participación en el propio proceso de acuerdo a su predisposición y sus habilidades de mantener o incluso modificar las condiciones presentes de los asuntos económicos, el lenguaje o la moda. No hay grupos de decisión en este proceso que coaccionen a nadie a adoptar una nueva palabra en lugar de una vieja o usar un nuevo tipo de vestimenta en lugar de uno antiguo o preferir una película en lugar de un juego. Es cierto, la era actual ofrece el espectáculo de fuertes grupos de presión cuya propaganda es diseñada para hacer que la gente se engrane en nuevas transacciones económicas o adopte nuevas modas o incluso nuevas palabras o lenguajes tales como el Esperanto o el Volapuk. No podemos negar que estos grupos pueden jugar un papel muy importante en las elecciones de individuos particulares. Pero nunca es efectuado mediante coacción, Confundir presión y propaganda con coacción sería un error similar a aquel que observamos analizando ciertas otras confusiones relacionadas con el significado de "coacción", Algunas formas de presión pueden ser asociadas e incluso identificadas con la coacción. Pero éstas están siempre conectadas con coacción en el propio sentido de la palabra, como ocurre, por ejemplo, cuando los habitantes de un país tienen prohibido importar diarios y revistas foráneas o escuchar emisiones radiales extranjeras o simplemente irse del país. En esos casos la propaganda y la presión dentro de un país es muy similar a las formas de coacción propiamente dichas. La gente no puede oir la propaganda que le gustaría más, no puede hacer una selección de la información, y muchas veces no puede siquiera evitar escuchar las emisiones radiales o leer los periódicos editados bajo la dirección de sus gobernantes dentro del país.

Una situación similar surge en el campo de la economía cuando se conforman monopolios dentro de un país con la ayuda de la legislación (es decir, de grupos de decisión y restricciones forzadas) el propósito del cual, por ejemplo, es dificultar o limitar la importación de bienes producidos por potenciales competidores en países extranjeros. Aquí también de alguna manera los individuos son coercionados, pero la causa de esta coerción no es atribuible a ninguna acción o comportamiento de parte de individuos particulares en el proceso ordinario de colaboración espontánea que ya he descrito.

Casos especiales, como los dispositivos subliminares o publicidad invisible a través de ondas infrarrojas actuando en nuestros ojos y por tanto en nuestro cerebro, o propaganda obsesiva o aquella que uno no puede evitar ver u oir, pueden ser considerados como lo contrario a reglas comúnmente aceptadas en toda sociedad civilizada de forma de proteger a todos contra la coerción personal. Tales casos pueden ser correctamente considerados, por tanto, como instancias de coerción a ser evitadas aplicando reglas ya existentes en favor de la libertad individual.

Ahora, la legislación prueba ser al final un dispositivo mucho menos obvio y mucho menos usual de lo que aparenta ser si no prestamos atención a lo que sucede en otras áreas importantes de la acción humana y del comportamiento humano. Iría incluso tan lejos como para decir que la legislación, especialmente si es aplicada a las innumerables elecciones que los individuos hacen en su vida diaria, aparece como algo absolutamente excepcional e incluso contrario al resto de lo que sucede en las sociedades humanas. El más llamativo contraste entre la legislación y otros procesos de la actividad humana emerge siempre que la comparamos con los procedimientos de la ciencia. Diría incluso que es una de las más grandes paradojas de la civilización contemporánea: ha desarrollado métodos científicos a tan sorprendente nivel mientras que al mismo tiempo ha estado extendiendo, agregando y fomentando procedimientos antitéticos como los de las decisiones de grupo y la regla de las mayorías.

Ningún verdadero resultado científico ha sido nunca alcanzado a través de grupos de decisión y regla de mayorías. La historia entera de la ciencia moderna en Occidente evidencia el hecho de que ni mayorías, ni tiranos, ni la coacción puede prevalecer a largo plazo contra los individuos siempre  que los últimos son capaces de demostrar, de alguna manera definida, que sus propias teorías científicas funcionan mejor que las de otros, y que su propia visión de las cosas resuelve problemas y dificultades mejor que otros, sin importar ni el número, ni la autoridad, ni el poder de los últimos. Ciertamente, la historia de la ciencia moderna, si es considerada desde este punto de vista, constituye la evidencia más convincente de la falla de los grupos de decisión y de las decisión de grupo basados en algún procedimiento coercitivo y más generalmente, de la falla del uso de la fuerza ejercida sobre individuos como una pretendida forma de promover el progreso científico y de obtener resultados científicos. El juicio de Galileo, en el amanecer de nuestra era científica, es en este sentido un símbolo de su historia completa, pues muchos juicios han sido actualmente desarrollados en varios países hasta el presente en los cuales se han hecho intentos de forzar a científicos individuales de abandonar cierta tesis. Pero ni una tesis científica ha sido, al final, establecida o reprobada como resultado del uso de la fuerza ejercida sobre científicos individuales por tiranos intolerantes o mayorías ignorantes.

Al contrario, la investigación científica es el más obvio ejemplo de un proceso espontáneo que implica la colaboración libre de innumerables individuos, cada uno de los cuales tiene una participación en él de acuerdo a su buena disposición y habilidades. El resultado total de esta colaboración nunca ha sido anticipada o planeada por individuos particulares o grupos. Nadie pudo incluso hacer un enunciado sobre cuál sería el resultado de tal colaboración sin establecerlo cuidadosamente no cada año, sino cada mes y cada día a través de la historia entera de la ciencia.

¿Qué hubiera pasado en los países de Occidente si el progreso científico hubiera sido confinado a grupos de decisión y reglas de mayorías basados en tales principios como la representación de los científicos concebidos como miembros de un electorado, por no hablar de la representación de la gente en su conjunto? Platón subrayó tal situación en su diálogo Politikos cuando contrastó la llamada ciencia de gobierno y las ciencias en general con las reglas escritas promulgadas por las mayorías en las antiguas democracias griegas. Uno de los personajes en el diálogo propone que las reglas de la medicina, de la navegación, de las matemáticas, de la agricultura, y de todas las ciencias y técnicas conocidas en su tiempo sean fijadas por reglas escritas (syngrammata) promulgadas por las legislaturas. Es claro, y así el resto de los personajes en el diálogo concluyen, que en tal caso las ciencias y técnicas desaparecerían sin esperanza de revivir, siendo prohibidas por una ley que entorpecería toda investigación, y la vida, agregan tristemente, que ya de por sí es difícil, devendría imposible.

Sí, la conclusión final de este diálogo de Platón es bien diferente. Aunque no podamos aceptar un estado de situación como éste en el campo científico, debemos, dice Platón, aceptarla en el campo de nuestra ley y nuestras instituciones. Nadie sería tan inteligente y tan honesto como para gobernar a sus pares ciudadanos ignorando las leyes escritas sin causar muchos más inconvenientes que un sistema de legislación rígida.

Esta conclusión inesperada es más bien similar a aquella de los autores de los códigos escritos y constituciones escritas del siglo XIX. Ambos, Platón, y estos teóricos, contrastaron la ley escrita con las acciones arbitrarias de un gobernante y mantuvieron que la primera era preferible a lo segundo, dado que ningún gobernante individual podría comportarse con sabiduría suficiente para asegurar el bien común de su país.

No objeto esta conclusión siempre y cuando aceptemos su premisa: que las órdenes arbitrarias de un tirano son la única alternativa a las leyes escritas.

Pero la historia nos provee de abundante evidencia para apoyar la conclusión de que esta alternativa no es ni la única ni la más significativa, abierta a aquellos que valoran la libertad individual. Hubiera sido mucho más consistente con la evidencia histórica apuntar a otra alternativa, por ejemplo, aquella entre reglas arbitrarias establecidas por individuos particulares o grupos, por un lado, y la participación espontánea en el proceso de creación de leyes de parte de todos y cada uno de los habitantes de un país, por el otro.

Si vemos la alternativa bajo esta luz, no hay duda de cuál es la elección en favor de la libertad individual, concebida como la condición de cada hombre haciendo sus propias elecciones sin ser forzado por nadie más a hacer involuntariamente lo que otros imponen.

A nadie le gustan las órdenes arbitrarias de parte de reyes, oficiales de estado, dictadores, etc. Pero la legislación no es el camino apropiado a la arbitrariedad, dado que la misma arbitrariedad puede ser y de hecho es ejercida en muchos casos con la ayuda de reglas escritas que las personas deben soportar, dado que nadie participa en el proceso de hacerlas excepto un puñado de legisladores.

El profesor Hayek, que es uno de los más eminentes partidarios de las reglas escritas, generales y ciertas en la actualidad como medio para contraponerse a la arbitrariedad, es él mismo perfectamente consciente del hecho de que el imperio de la ley (N. del T.: rule of law) no es suficiente para alcanzar el propósito de salvaguardar la libertad individual, y admite que no es condición suficiente para ella, dado que aún deja abierto un enorme campo de acción por parte del estado4.

Esta es también la razón por la cual los mercados libres y el comercio libre, como sistema lo más posible independiente de la legislación, debe ser considerado no sólo como el medio más eficiente de obtener la elección libre de bienes y servicios de parte de los individuos involucrados, sino también como modelo de cualquier otro sistema cuyo propósito sea permitir la libre elección individual, incluyendo aquellos relacionados con la ley y las instituciones legales.

Por supuesto, los sistemas basados en la participación voluntaria de todos y cada uno de los individuos involucrados no es una panacea. Las minorías existen en el mercado tanto como en cualquier otro área, y su participación en el proceso no es siempre satisfactoria, al menos hasta que sus miembros son lo suficientemente numerosos como para inducir a los productores a satisfacer sus demandas. Si quiero comprar un libro muy raro o un registro fonográfico muy raro en una pequeña villa, probablemente tendré que darme por vencido luego de algunos intentos, dado que ningún vendedor local de libros o registros es capaz de satisfacer mi solicitud. Pero esto no es en absoluto un defecto que los sistemas coercitivos puedan evitar, a menos que pensemos en aquellos sistemas utópicos ideados por reformadores socialistas y soñadores que se corresponden con la máxima: a cada uno según su necesidad.

La tierra de Utopía no ha sido aún descubierta. Por tanto, sería de poco uso criticar un sistema contrastándolo con sistemas no existentes que, tal vez, podrían evitar los defectos del primero.

Para resumir lo que he dicho en esta lectura: La libertad individual no puede ser consistente con "la voluntad común" siempre que ésta sea una farsa para conciliar el ejercicio del uso de la fuerza por mayorías de la variedad de Lawrence Lowell sobre minorías que, a su vez, nunca aceptarían la situación resultante si fueran libres de rechazarla.

Pero la libertad individual es consistente con la voluntad común siempre que su objecto sea compatible con el principio formulado en la regla: "No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a tí". En este caso, los grupos de decisión son compatibles con la libertad individual en tanto castigan y ofrecen reparación  para clases de comportamiento que todos los miembros de un grupo desaprobarían, incluyendo las personas que manifiestan tal comportamiento si ellos mismos fueran víctimas de él.

Es más, la libertad individual puede ser consistente con los grupos de decisión y las decisiones de grupo en tanto éstos reflejan el resultado de la participación espontánea de todos los miembros de un grupo en la formación de una voluntad común, por ejemplo, en el proceso de creación de leyes independiente de la legislación. Pero la compatibilidad entre la libertad individual y la legislación es precaria debido a la contradicción potencial entre el ideal de la formación espontánea de una voluntad común y el de su establecimiento por medios coercitivos, como sucede habitualmente con la legislación

Finalmente, la libertad individual es perfectamente compatible con aquellos procesos cuyos resultados son la formación de una voluntad común sin recurso a los grupos de decisión y las decisiones de grupo. El lenguaje ordinario, las transacciones económicas del día a día, las costumbres, las modas, los procesos de creación espontánea de leyes y, sobre todo, la investigación científica, son los ejemplos más comunes y más convincentes de esta compatibilidad, de hecho, de esta conexión íntima, entre la libertad individual y la formación espontánea de la voluntad común.

En contraste con este modo espontáneo de determinar la voluntad común, la legislación aparece como un dispositivo menos eficiente para arribar a tal determinación, ya que se vuelve evidente cuando ponemos atención al imponente área dentro del cual la voluntad común ha sido espontáneamente determinada en los países de Occidente tanto en el pasado como en el presente.

La historia evidencia el hecho de que la legislación no constituye una alternativa apropiada a la arbitrariedad, sino que usualmente corre a lo largo de los mandatos vejativos de tiranos o mayorías arrogantes contra toda clase de procesos espontáneos de formación de una voluntad común en el sentido en que la he descrito.

Desde el punto de vista de los partidarios de la libertad individual no es sólo una cuestión de ser suspicaces de los oficiales y sus reglas, sino también de los legisladores. En este sentido, no podemos aceptar la famosa definición que Montesquieu dió a la libertad como "el derecho de hacer todo aquello que las leyes nos permiten hacer". Como Benjamin Constant remarcó en conexión con esto: "No hay duda que no hay libertad cuando las personas no pueden hacer aquello que las leyes les permiten hacer; pero las leyes pueden prohibir tantas cosas a tal punto de abolir la libertad misma."

Notas

1. Eugen Ehrlich, Juristische Logik (Tübingen: Mohr, 1918), p.166.

2. N. del T.: ver, por ejemplo, Una introducción al common law; Morineau, Marta.

3. Íbid., p. 167.

4. F. A. Hayek The Political Ideal of the Rule of Law (Cairo: Fiftieth Anniversary Commemoration Lectures, National Bank of Egypt, 1955), p.46. Virtualmente, la entera sustancia de este libro ha sido republicada en The Constitution of Liberty, por el mismo autor.