En octubre del 2009, previo al plebiscito sobre la ley de caducidad, argumenté la inconveniencia de votar por su anulación (ver mi artículo sobre el caso). La razón es sencilla: ya la suprema corte de justicia había declarado inconstitucional la ley para un caso, y con este hecho se había establecido el precedente que permitiría continuar este camino para resoluciones similares para otros casos, y este nuevo escenario era mucho más favorable para la defensa de los derechos individuales que la anulación plebiscitaria, porque votar la anulación implicaría legitimar el mecanismo por el cual se promulgó la ley en primer lugar, y a través del cual una mayoría le impone a una minoría su concepto de justicia. Si la ley era anulada, se perdía además la oportunidad de mostrar lo necesario que es ponerle límites a lo que opina la mayoría, y lo importante que es que exista una institución que lo haga.
Y es que el poder judicial existe precisamente para eso: para defender a los individuos de los abusos del poder, incluyendo evitar que la democracia se convierta en una dictadura de mayorías.
Sin embargo, en este blog y en otros ámbitos de discusión, algunos comentaristas de pensamiento binario y estrecho margen intelectual, y sobre todo porque en el mencionado artículo me atreví a mencionar a la hipocresía del pensamiento de izquierda, y sin mediar un mínimo esfuerzo de comprensión sobre los fenómenos jurídicos e institucionales involucrados, me acusaron de defender dictaduras y de estar a favor de la ley de caducidad de los crímenes de estado.
Es que, cuando se pone en evidencia el doble discurso, la falacia del hombre de paja viene como anillo al dedo para escapar del aprieto lógico (para esa lógica binaria, si no sos de izquierda, sos de derecha y defensor de dictaduras de derecha. Quedan bastante desconcertados cuando tienen que discutir con alguien que a diferencia de ellos, no defiende ninguna clase de dictadura, y no es ni de derecha ni de izquierda, con lo cual tienen que inventarse un personaje falso contra el cual argumentar)
Pues bien, varios meses después, no sólo resulta que tuve razón en aquel momento, sino que el hecho de que no se haya anulado la ley llevó al propio partido de izquierda a buscar eliminar la ley desde el parlamento, doblando la apuesta en cuanto a la discusión sobre la legitimidad del voto de la mayoría.
Hace unos meses la Suprema Corte de Justicia declaró la inconstitucionalidad de la ley para un nuevo caso, y ayer lo hizo para veinte nuevos casos. Y así va a seguir haciéndolo en el futuro para más casos. ¿Era necesario entonces, para inhabilitar la ley, legitimar una vez más el proceso por el cual las mayorías imponen su justicia a las minorías?
Pero lo curioso es que, y a pesar de esto, el Frente Amplio y la izquierda en general está embarcada en una campaña para anular la ley desde el parlamento, en contra de lo que la ciudadanía, de forma directa, votó en el plebiscito, lo cual profundiza aún más el doble discurso. Pues con esto están nada más y nada menos que admitiendo que las mayorías no tienen derecho a imponer su justicia al resto (si bien se busca cambiar las cosas también mediante una mayoría, esta vez parlamentaria). Y sin embargo ¿cuál es el argumento con que defienden por ejemplo regímenes como el de Chávez? Que fue votado por la mayoría.
No importa que Chávez esté avanzando en la violación de derechos humanos, persiguiendo y encarcelando a opositores, expropiando propiedades y censurando toda opinión contraria a la oficial o toda información inconveniente, bajo la dictatorial excusa de que están mintiendo y manipulando; o prohibibiendo comprar y vender lo que a uno le plazca por fuera del mercado oficial controlado por el gobierno; o aplastando la independencia judicial necesaria para garantizar los derechos individuales. No, nada de eso importa. Pues Chávez fue votado por la mayoría, y por lo tanto puede hacer lo que se le plazca.
¿En qué quedamos? ¿hasta qué punto las mayorías pueden imponer su justicia a las minorías? ¿tan sólo cuando se trata de asesinatos*? ¿es acaso el único derecho humano que reconoce la ideología de izquierda, el no ser asesinado? ¿qué hay de la libertad política, la libertad de opinión, la libertad de expresión o simplemente la libertad de comprar y vender lo que a uno le plazca, y que lo que uno haya comprado sea de su propiedad y no venga un día el gobierno a quitártelo porque así lo impuso la mayoría? ¿O será que la mayoría tiene razón y hay que respetarla cuando vota a la izquierda, pero está equivocada y hay que contradecirla cuando no lo hace? ¿será que los derechos humanos de unos valen más que los de otros?
En fin, la izquierda uruguaya, a pesar de ese doble discurso, ha dado un gran paso hacia el descubrimiento de una gran idea que los liberales hace ya varios siglos hemos descubierto y venimos defendiendo: que las mayorías no tienen derecho a imponer su justicia a las minorías.
Ojalá la gente de izquierda tenga algún día la valentía de aceptar todas las implicancias lógicas de esta idea y comience a cuestionarse la legitimidad de ciertos procesos políticos dictatoriales que hoy aplauden y defienden con la más absoluta e irracional fé.
--
[*] Si bien, en muchos casos, ni siquiera eso. La izquierda también tiene muchos verdugos entre sus ídolos.
Economía, Finanzas, Teoría del Derecho, Teoría del Estado, el Anarquismo y las instituciones, Método y Medio Ambiente. Desde la metodología económica de la escuela austríaca y una perspectiva ética libertaria.
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Wednesday, November 03, 2010
Saturday, November 07, 2009
La Libertad y la Voluntad Común (Bruno Leoni)
Por
Wolvh Lórien
Este post es una traducción del inglés de un capítulo de The Freedom and The Law (La Libertad y la Ley) de Bruno Leoni, uno de mis autores favoritos. Pienso que es uno de los pasajes más iluminadores de su obra, y que además goza de gran actualidad para entender ciertos fenómenos institucionales y políticos de nuestras sociedades. Verán también su relación con distintos temas que se han tratado últimamente en este blog.
En política, pareciera que hay muchos asuntos en los cuales, al menos al principio, el acuerdo no puede ser unánime, y por tanto son inevitables los grupos de decisión, con su apéndice de procedimientos coercitivos, regla de la mayoría, y así sucesivamente. Esto puede parecer cierto en los sistemas actuales, pero esa certeza desaparece luego de una rigurosa evaluación sobre los asuntos a ser decididos por tales grupos de acuerdo a los procedimientos coercitivos.
Los grupos de decisión frecuentemente nos recuerdan un grupo de asaltantes, acerca de los cuales el eminente erudito americano, Lawrence Lowell, una vez remarcó que no constituyen una mayoría cuando, luego de haber esperado a algún viajero en un lugar solitario, lo privan de su bolso. De acuerdo a Lowell, un puñado de personas no puede ser denominado una "mayoría" en comparación con el hombre al que roban. Ni este último puede ser denominado una "minoría". Hay protecciones constitucionales y, por supuesto, legislación criminal tanto en los Estados Unidos como en otros países, que tienden a prevenir la formación de tales "mayorías". Desafortunadamente, muchas mayorías en nuestro tiempo tienen usualmente mucho en común con esta peculiar "mayoría" descrita por Lawrence Lowell. Son mayorías legales, constituídas de acuerdo a la ley escrita y las constituciones o, al menos, de acuerdo a ciertas interpretaciones elásticas de las constituciones, de muchos países de la actualidad. Siempre que una mayoría de los pretendidos "representativos del pueblo" se conducen para obtener una decisión de grupo, por ejemplo, los Decretos de Propietario y Arrendatario en Inglaterra o estatutos similares en Italia o en donde sea, diseñados a forzar al propietario a conservar en su casa, contra su voluntad y contra todo previo acuerdo, con una renta baja, arrendatarios que podrían fácilmente pagar, en la mayoría de los casos, una renta en acuerdo con los precios de mercado. No puedo ver ninguna razón para distinguir esta mayoría de aquella descrita por Lawrence Lowell. Hay una sola diferencia: la segunda no es permitida por la ley escrita del país, mientras que la primera es al momento permitida.
De hecho, la gran característica que ambas mayorías tienen en común es la coacción ejercida de parte de ciertas personas más numerosas, en contra de otras menos numerosas para hacer sufrir a las últimas lo que nunca sufrirían si tan sólo pudieran tomar decisiones libres y hacer acuerdos libres con los primeros. No hay ninguna razón para suponer que los individuos pertenecientes a estas mayorías se sentirían de forma diferente a sus presentes víctimas si los primeros pertenecieran a la minoría que han conseguido coaccionar. Así, el mandato Gospel, que retrocede por lo menos tan lejos como la filosofía de Confucio, y que es probablemente una de las reglas notablemente más concisas de la filosofía de la libertad individual, «No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a tí», está siendo modificada por todas las mayorías de la clase que describe Lowell, de la siguiente manera: «Haz a otros lo que no quieres que te hagan a tí». En este sentido, Schumpeter estaba en lo cierto cuando decía que "la voluntad común" es una vergüenza en las comunidades políticas modernas. No podemos sino estar de acuerdo con él si consideramos todos los casos de grupos de decisión como aquellos que he mencionado. La gente que pertenece al lado ganador del grupo dicen que están decidiendo por el interés común y de acuerdo a "la voluntad común".
Pero siempre que las decisiones, al dictarse, están coaccionando minorías para obtener su dinero o mantener en sus casas a otras personas a las que no quieren mantener allí, no habrá unanimidad de parte de todos los miembros del grupo. Cierto, mucha gente considera esta misma ausencia de unanimidad como una buena razón para invocar grupos de decisión y procedimientos coercitivos. Sin embargo, esta no es una objeción seria contra la reforma que estoy proponiendo. Si consideramos que uno de los principales fines de esta reforma sería el restablecimiento de la libertad individual en sentido de ser libre de la coacción de otras personas, no encontraremos razón para garantizar un lugar en nuestro sistema para aquellas decisiones que involucran el ejercicio de coacción sobre personas menos numerosas en nombre de otras más numerosas. No puede haber "voluntad común" en esa clase de decisiones a menos que uno simplemente identifique la "voluntad común" con la voluntad de las mayorías sin importar la libertad de las personas que pertenecen a las minorías.
Por otro lado, la "voluntad común", tiene un significado mucho más convincente que aquella adoptada por quienes defienden los grupos de decisión. Es la voluntad que emerge de la colaboración de todas las personas involucradas, sin ningún recurso a los grupos de decisión y las decisiones de grupo. Esta voluntad común crea y mantiene viva tanto palabras en el lenguaje ordinario, como acuerdos y compromisos entre partes sin ninguna necesidad de coerción en la relación entre individuos; exalta artistas populares, escritores, actores, o luchadores; y crea y mantiene vivas modas, reglas de cortesía, reglas morales, etc. Esta voluntad es "común" en el sentido en que todos los individuos que participan en su manifestación y ejercicio en una comunidad son libres de hacerlo, mientras que aquellos que eventualmente no están de acuerdo también son libres de hacerlo sin ser forzados por otras personas para aceptar su decisión. Bajo tal sistema, todos los miembros de la comunidad están de acuerdo en principio que los sentimientos, acciones, formas de comportamiento, y así sucesivamente, de parte de individuos que pertenecen a la comunidad son perfectamente admisibles y permisibles sin estorbar a nadie, sin importar el número de individuos que sienten o actúan en esas maneras.
Cierto, esto es más un modelo teórico de la "voluntad común" que una situación susceptible de ser establecida históricamente en todos sus detalles. Pero la historia nos ofrece un número de ejemplos de sociedades en las cuales puede decirse que una "voluntad común" ha existido en el sentido en que la he descrito. Incluso en el presente e incluso en los países donde los métodos coercitivos son ampliamente aplicados, hay aún muchas situaciones en las cuales una verdadera voluntad común emerge y nadie combate seriamente su existencia o desea un estado de cosas diferente.
Veamos ahora si podemos imaginar una "voluntad común" que se refleje no sólo en el lenguaje común o en una ley común, en modas comunes, gustos, y así sucesivamente, sino también en grupos de decisión, con toda su parafernalia de procedimientos coercitivos.
Estrictamente hablando, debemos concluir que ningún grupo de decisión, si no es unánime, es la expresión de una voluntad común a todas las personas que participan en esa decisión en un momento dado. Pero las decisiones son tomadas, en algunos casos contra minorías, como, por ejemplo, cuando un veredicto es alcanzado por un jurado contra un ladrón o un asesino, que no vacilaría a su vez en adoptar o en favorecer la misma decisión si hubiera sido víctima de otras personas en el mismo sentido. Ha sido notado frecuentemente desde los tiempos de Platón, que incluso los piratas y los asaltantes deben a fin de cuentas admitir una ley común a todos ellos, en caso contrario su banda se disolvería o destruiría desde dentro. Si tomamos estos hechos en consideración, podemos decir que hay decisiones que, aunque no reflejen en cada momento la voluntad de todos los miembros del grupo, pueden ser considerados comunes al grupo, por cuanto todos las admiten bajo similares circunstancias. Pienso que este es el núcleo de la verdad en ciertas consideraciones paradójicas establecidas por Rousseau que parecen bastante tontas a sus adversarios o sus lectores superficiales. Cuando se dice que un criminal busca su propia condena, desde el momento en que ha acordado previamente con otras personas el castigar a todos los criminales y a él mismo si fuera el caso, el filósofo francés hace una afirmación que, tomada literalmente, es una tontería. Pero no es una tontería presumir que cada criminal admitiría e incluso solicitaría la condena de otros criminales en las mismas circunstancias. En este sentido, hay una "voluntad común" de parte de todos los miembros de una comunidad para dificultar y eventualmente castigar cierta clase de comportamiento que son definidos como crímenes en esa sociedad. Lo mismo se aplica más o menos a toda otra clase de comportamiento como los agravios en los países anglosajones, esto es, formas de comportamiento que, de acuerdo a una convicción comúnmente compartida, no son permitidos en la sociedad.
Hay obvias diferencias entre el objeto de los grupos de decisión relativos a la condena de tales formas de comportamiento como crímenes o agravios y decisiones relativas a otras formas de comportamiento tales como aquellas impuestas a los propietarios en los estatutos mencionados anteriormente. En el primer caso, las sentencias son pronunciadas por el grupo en contra de un individuo o una minoría de miembros individuales del grupo que han cometido un asalto dentro mismo del grupo. En el último caso, las decisiones simplemente cometen algúna forma de robo contra otras personas, en particular, contra personas que pertenecen a una minoría del grupo. En el primer caso, todos, incluídos cada miembro de la minoría siendo condenada por asalto, aprobaría la condena en cualquier otra circunstancia que la suya; mientras que en el último caso, sucede exactamente lo contrario: la decisión (en este caso, el robo a una minoría dentro del grupo) no sería aprobada por los mismos miembros de la mayoría en cualquier instancia en que ellos mismos fueran víctimas de ella. Pero en ambos casos, todos los miembros del grupo en cuestión sí sienten, como hemos visto, que algunas formas de comportamiento son condenables. Esto es lo que nos permite decir que en efecto hay grupos de decisión que pueden corresponder a una "voluntad común", siempre que podamos suponer que el objeto de tales decisiones sería aprobado bajo circunstancias similares por todos los miembros de un grupo, incluyendo los miembros de la minoría que son las presentes víctimas. Por otro lado, no podemos considerar que exista una correspondencia con la "voluntad común" de un grupo decisiones tales como aquellas que no serían aprobadas bajo las mismas circunstancias por todos los miembros de un grupo, incluyendo los miembros de la mayoría que son ahora los beneficiarios.
Los grupos de decisión del segundo tipo deberían ser removidos del plano que describe el área de los grupos de decisión aptos o necesarios en la sociedad comtemporánea. Y todos los grupos de decisión del primer tipo deberían dejarse en el plano luego de una rigurosa evaluación de su objetivo. Por supuesto, yo no imagino que eliminar tales grupos de decisión sea una tarea sencilla de parte de cualquiera en los tiempos que corren. Pero eliminar todas las decisiones de grupo tomadas por las mayorías de la clase que describe Lowell significaría terminar de una vez y para siempre con esa especie de guerra legal que coloca a grupos contra grupos en la sociedad contemporánea debido al intento perpetuo de sus respectivos miembros de coaccionar, en su propio beneficio, a otros miembros de la comunidad para aceptar tratos y acciones antiproductivas. Desde este punto de vista, uno podría aplicar sobre una parte conspicua de la legislación contemporánea la definición que el teórico alemán Clausewitz aplicó a la guerra, esto es, que es un medio de conseguir aquellos fines que ya no son posibles conseguir por medio del acostumbrado soborno. Es este el concepto prevaleciente de la ley como un instrumento de propósitos corporativos que sugirió, un siglo atrás, a Bastiat su famosa definición del estado: «L'etat, la grande fiction à travers laquelle tout le monde s'efforce de vivre au dépens de tout le monde» («El Estado, esa gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo»). Debemos admitir que esta definición es válida también en nuestro tiempo.
Un concepto agresivo de legislación para servir intereses sectarios ha subvertido el ideal de sociedad política como una entidad homogénea, si acaso como sociedad misma. Las minorías coaccionadas a aceptar los resultados de una legislación con la que nunca estarían de acuerdo bajo otras condiciones se sienten tratadas injustamente y aceptan su situación sólo con el propósito de evitar algo peor o considerarla como una excusa para obtener en beneficio propio otras leyes que a su vez perjudican a otras personas. Quizás esta imagen no se aplica para los Estados Unidos a ese nivel como sí lo hace para muchas naciones en Europa en la cual las ideas socialistas han cubierto tantos intereses sectarios tanto de mayorías transitorias como permanentes dentro de cada país. Pero sólo basta referirme a leyes como el decreto Norris-La Guardia para convencer a mis lectores que lo que digo también se aplica a este país. Aquí, sin embargo, los privilegios legales en favor de grupos particulares son usualmente pagados no por otro grupo particular, como en el caso de los países europeos, sino por todos los ciudadanos en su calidad de contribuyentes.
Afortunadamente para toda la gente que espera que la reforma que he sugerido se tendrá que dar en algún momento u otro, los grupos de decisión en nuestra sociedad no son todos de la clase vejativa que he considerado, ni son todas las mayorías de la variedad de Lowell.
Los grupos de decisión que figuran en los mapas políticos de los tiempos presentes involucran también objetos que son más propiamente localizados en el mapa de las decisiones individuales. Tales objetos, por ejemplo, son cubiertos por la legislación contemporánea siempre que ésta se limita a tipificar aquello que es sostenido en común como derecho o deber por la población de un país. Sospecho que muchos de los que invocan las leyes escritas contra los poderes arbitrarios de un individuo, sea tirano, oficial del estado o incluso mayorías transitorias como aquellas que han prevalecido en Atenas en el siglo V antes de cristo, en mayor o menor medida piensa conscientemente en las leyes simplemente como una tipificación de reglas no escritas ya adoptadas por toda la gente en una sociedad. De hecho, muchas regulaciones escritas podían y aún pueden ser consideradas como simples epítomes de reglas no escritas, al menos en referencia a su contenido, sino a la intención de los legisladores involucrados. Un caso clásico es el Corpus Iuris
de Justiniano. Esto es cierto no obstante el hecho de que, de acuerdo a la intención explícita de dicho emperador, quien (no debemos olvidar) perteneció a un país y un pueblo inclinado a identificar la ley de una nación con sus leyes escritas, la totalidad del Corpus Iuris tuvo que ser adoptado por sus súbditos como un decreto promulgado por el mismo emperador.
Pero una conexión estricta entre el ideal del Corpus Iuris como la ley escrita, y la ley común o no escrita actualmente plasmada en aquélla, fue notablemente evidenciada por el contenido del Corpus. De hecho, la parte central y más larga de esta obra, la llamada Pandactae o Digesta, consiste enteramente de declaraciones de los viejos juristas romanos relacionados con la ley no escrita. Sus trabajos fueron recolectados y seleccionados por Justiniano (quien puede ser considerado, incidentalmente, como el editor del más famoso Reader's Digest de todos los tiempos) con el propósito de ser presentados a sus súbditos como una formulación particular de sus propias órdenes. Cierto, de acuerdo a los estudiosos modernos, esta compilación, selección y resumen de Justiniano debió haber sido bastante complicada, al menos en muchos casos para los cuales pueden surgir dudas razonables acerca de la autenticidad de los textos incluídos en el Corpus y alegadamente pertenecientes al trabajo de viejos juristas romanos como Paulo o Ulpiano. Pero no hay duda entre los estudiosos acerca de la selección en su conjunto. Incluso para casos particulares, las dudas sobre la autenticidad de la selección han sido abandonadas en cierta medida en tiempos recientes por la mayor parte de los estudiosos.
A su vez, la selección de Justiniano fue el objeto de un proceso similar de parte de los juristas de Europa continental en la Edad Media y en la Modernidad, antes de la presente era de códigos y constituciones escritas. Para los juristas continentales de nuestros días, no era una cuestión de seleccionar al modo justiniano, sino de interpretar, esto es, de ajustar el significado de los textos justinianos siempre que era necesario dar expresión a las nuevas exigencias, mientras se deja su totalidad esencialmente válida, hasta tiempos recientes, como la ley nacional en la mayor parte de los países de Europa. Por tanto, mientras el viejo emperador había transformado la ley común establecida por los viejos juristas en una ley escrita formalmente promulgada por él, los juristas continentales medievales y modernos, previo a la promulgación de los códigos de hoy, transformaron a su vez las leyes de Justiniano en una nueva ley establecida por los juristas, en una Juristenrecht, como los alemanes la llamaban, la cual era aproximadamente una edición revisada del Corpus justiniano y por tanto de la vieja ley romana.
Muy a su sorpresa, un colega mío italiano descubrió hace algunos años que el Corpus justiniano era aún literalmente válido en algunos países del mundo, por ejemplo, en Sudáfrica. Un cliente suyo, una dama residente en Italia que tenía algunas propiedades en Sudáfrica, lo puso a cargo de las transacciones implicadas, los cuales debidamente llevó a cabo. Más tarde fue solicitado por su par en Sudáfrica a que le envíe una declaración firmada por la dama estableciendo que ella renunciaba al provecho propio en el futuro, de los privilegios conferidos a las mujeres por el Senatum Consultum Velleianum, esto es, la disposición promulgada por el Senado Romano diecinueve siglos atrás con el propósito de autorizar a las mujeres a retroceder en su palabra y en general a rechazar el mantener ciertos compromisos hacia otras personas. Aquellos sabios senadores romanos eran conscientes del hecho de que las mujeres eran propensas a cambiar de opinión y por lo tanto hubiera sido injusto esperar de ellas la misma consistencia que era usualmente requerida para los hombres por la ley. El resultado de la disposición del senado había sido, presumo, algo diferente de aquél esperado por los senadores. La gente tendría muy pocos deseos de entrar en acuerdos con las mujeres luego de la disposición del Senatus Consultum. Un remedio para este inconveniente fue finalmente encontrado admitiendo que las mujeres podían renunciar al privilegio del Senatum Consultum antes de comprometerse en algunos contratos, tales como la venta de tierras. Mi colega envió a Sudáfrica la renuncia de su cliente al derecho de invocar el Senatus Consultum Velleianum, firmada por la dama, y la venta fue efectuada en el rumbo correcto.
Cuando me contaron esta historia, reflexioné con diversión que hay gente que piensa que todo lo que necesitamos para ser felices son nuevas leyes. Por el contrario, tenemos una imponente evidencia histórica para apoyar la conclusión de que incluso la legislación en muchos casos, luego de siglos y generaciones, ha reflejado mucho más un proceso espontáneo de creación de leyes que los arbitrarios deseos de una decisión mayoritaria por un grupo de legisladores.
La palabra alemana Rechtsfindung, esto es, la operación de descubrir la ley, parece representar bien la idea central del Juristenrecht y de la actividad de los juristas de Europa Continental como un todo. La ley era concebida no como algo promulgado, sino como algo existente, que era necesario encontrar, descubrir. Esta operación no era emprendida directamente para establecer el significado de los compromisos humanos o de los sentimientos humanos en relación a los derechos y deberes, sino, antes que nada (al menos en forma aparente), para establecer el significado de un texto escrito dos mil años atrás, como la compilación justiniana.
Esta idea es interesante desde nuestro punto de vista ya que nos ofrece evidencia del hecho de que la ley escrita en sí misma no es siempre necesariamente legislación, esto es, ley promulgada. El Corpus Iuris justiniano en Europa continental no fue más legislación, al menos en el sentido técnico de la palabra, es decir, como ley promulgada por la autoridad legislativa de los países europeos. (Esto, incidentalmente, podría satisfacer a aquellas personas que se aferran al ideal de la certeza de la ley en el sentido de una fórmula redactada de forma precisa, sin sacrificar el ideal de la certeza de la ley entendida como la posibilidad de hacer planes a largo plazo.)
Los códigos de Europa Continental ofrecen otro ejemplo de un fenómeno del cual muy pocas personas son conscientes hoy, a saber, la estricta conexión entre el ideal de una ley formalmente promulgada y el ideal de una ley cuyo contenido es actualmente independiente de la legislación. Estos códigos pueden ser considerados, a su vez, sobre todo como epítomes del Corpus Iuris Justiniano y de las interpretaciones que la compilación justiniana había sufrido de parte de los juristas europeos a lo largo de muchos siglos durante la Edad Media y en los tiempos modernos antes de la promulgación de los códigos.
Podríamos comparar hasta cierto punto los códigos de Europa Continental con los pronunciamientos oficiales de las autoridades, por ejemplo en las municipia italiana de los tiempos romanos, usados para emitir la certificación de la pureza y el peso de los metales empleados por la acuñación privada de monedas, mientras que la legislación en el presente puede ser comparada como una reglamentación de la interferencia por todos los gobiernos de la actualidad en la determinación del valor de sus billetes inconvertibles. (Incidentalmente, el papel moneda es en sí mismo un ejemplo notable de legislación en el sentido contemporáneo, esto es, de un grupo de decisión cuyo resultado es que algunos miembros del grupo son sacrificados en beneficio de otros, mientras que esto no podría haber pasado si el primero pudiera libremente elegir qué dinero aceptar y cuál rechazar.)
Los códigos de Europa continental, como el código de Napoleón, o el Código austríaco de 1811, o el Código Alemán de 1900, fueron el resultado de diversas críticas a las que había sido sometida la compilación de Justiniano ya devenida en el Juristenrecht. Una búsqueda de la certeza de la ley, en el sentido de la precisión verbal, fue una de las razones principales para la codificación sugerida. El Pandactae parecía ser un sistema impreciso de reglas, muchas de las cuales podrían ser consideradas como instancias particulares de una regla más general que los juristas romanos nunca se habían preocupado de formular. En realidad, habían esquivado deliberadamente tales formulaciones en la mayor parte de los casos con el propósito de evitar convertirse en prisioneros de sus propias reglas siempre que se enfrentaban a casos sin precedentes. De hecho, el sistema justiniano demostró ser demasiado abierto para un sistema cerrado, mientras que el Juristenrecht a su vez, funcionando en su característico modo poco sistemático, ha incrementado, más que reducido, la contradicción original del sistema justiniano.
La codificación representó un paso considerable en la dirección de la idea de Justiniano de que la ley es un sistema cerrado, a ser planificado por expertos bajo la dirección de las autoridades políticas, pero implicó también que esta planificación tuvo que relacionarse más a la forma y no tanto al contenido de la ley.
Es así que, un eminente erudito alemán, Eugen Ehrlich, escribió que «la reforma de la ley en el código alemán de 1900 y en los códigos continentales precedentes fue más aparente que real»1. El Juristenrecht pasó casi intocado en los nuevos códigos, aunque en forma bastante abreviada, cuya interpretación aún implicaba un conocimiento sustancial de la literatura jurídica precedente del Continente.
Desafortunadamente, luego de cierto tiempo el nuevo ideal adoptado de darle forma legislativa a un contenido no legislativo demostró ser autocontradictoria. La ley no legislativa está siempre cambiando, aunque lentamente y en una forma bastante clandestina. No puede ser convertida en un sistema cerrado más que el lenguaje ordinario, aunque el intento ha sido hecho por muchos eruditos en varios países, como los fundadores del Esperanto y de otros lenguages artificiales. Pero el remedio adoptado por este inconveniente demostró ser bastante ineficiente. Nuevas leyes escritas tuvieron que ser promulgadas para modificar los códigos y, gradualmente, el sistema cerrado original de los códigos se vió rodeado y sobrecargado con una enorme cantidad de otras reglas escritas, cuya acumulación es una de las características más notables de los sistemas legales europeos en el presente. Sin embargo, los códigos son aún considerados en los países europeos como el núcleo de la ley, y en tanto su contenido original ha sido aún preservado, podemos reconocer en ellos la conexión entre el ideal de una ley formalmente promulgada y un contenido que remite a la ley no escrita que había accionado primero a la compilación justiniana.
Si consideramos, por otro lado, lo sucedido en tiempos comparativamente recientes en los países de habla inglesa, podemos encontrar ejemplos del mismo proceso. Varias promulgaciones del parlamento son en mayor o menor medida epítomes de los rationes decidendi elaborados por las courts of judicature durante un largo proceso que se prolongó sobre toda la historia del common law.2
Aquellos que estén familiarizados con la historia del common law inglés estarán de acuerdo en ser recordados que, por ejemplo, el Infant Relief Act de 1874 no hizo nada excepto reforzar la norma del common law de que los contratos infantiles son anulables por opción del infante. Para dar otro ejemplo, el Sale of Goods Act de 1893 volvió estatutaria la norma del common law para la cual cuando los bienes son vendidos mediante subasta, en ausencia de una intención expresamente contraria, la puja más alta constituye la oferta, y la caída del martillo constituye la aceptación. A su vez, varias otras promulgaciones como el Statute of Frauds de 1677 o la Law of Property Act de 1925 volvieron estatutarias otras normas del common law (como la norma de que ciertos contratos no tienen validez ejecutoria excepto que así sea evidenciado en las escrituras), y la Companies Act de 1948 obligando a los promotores de las compañías a revelar ciertos asuntos en sus prospectos constituyeron meramente una aplicación de un caso particular de algunas normas establecidas por las cortes en relación a la interpretación equivocada de los contratos. Sería redundante citar otros ejemplos que podrían ser mencionados.
Finalmente, como ya puntualizó Dicey, muchas constituciones y declaraciones modernas de derechos pueden ser consideradas, a su vez, no como la creación de nihilo de parte de Solones modernos, sino en mayor o menor medida como epítomes concienzudos de un conjunto de rationes decidendi que las courts of judicature en Inglaterra habían descubierto y aplicado paso a paso en decisiones concernientes a los derechos de individuos particulares.
El hecho de que tanto los códigos escritos como las constituciones, aunque se presenten como ley promulgada en el siglo XIX, reflejan en su contenido un proceso de creación de leyes basado esencialmente en el comportamiento espontáneo de individuos privados a lo largo de siglos y generaciones, pudo y aún puede inducir a los pensadores liberales a considerar la ley escrita (concebida como un conjunto de reglas generales redactadas de forma precisa) como un medio indispensable para la preservación de la libertad en nuestro tiempo.
De hecho, las reglas incorporadas en códigos escritos y en constituciones escritas podría aparecer como la mejor expresión de los principios liberales en tanto reflejaron un largo proceso histórico cuyo resultado no fue, en su esencia, una ley establecida por legisladores, sino elaborada por juristas o por jueces. Esto es describirla como una ley "elaborada por todos", de la variedad que el viejo Cato el Censor había exaltado como la causa principal de la grandeza del sistema romano.
El hecho de que las leyes promulgadas, aunque sean genéricamente formuladas, redactadas de forma precisa, teóricamente imparciales, e incluso ciertas, seguras, en algunos aspectos, podría también tener un contenido incompatible con la libertad individual, no fue tenido en cuenta por los proponentes continentales de los códigos escritos y especialmente de las constituciones escritas. Se convencieron que el Rechtsstaat o el état de droit (N. del T.: estado de derecho) se correspondía perfectamente con el Rule of Law inglés e incluso que eran preferibles a éste porque eran más claros, más comprehensivos, y con una formulación más precisa. Cuando el Rechtsstaat fue corrompido, esta convicción rápidamente mostró ser una ilusión.
En nuestro tiempo, grupos de toda clase han encontrado fácil, mientras han intentado cambiar el contenido de los códigos y las constituciones, pretender que aún estaban respetando la idea clásica del Rechsstaat, con su preocupación por la generalidad, la igualdad y la certeza de las reglas escritas aprobadas por diputados "representativos" del "pueblo" de acuerdo a la regla de las mayorías. La idea del siglo XIX de que el Juristenrecht del continente había sido reestablecido exitosamente e incluso reescrito más claramente en los códigos (y es más, que los principios subyacentes a la constitución elaborada por jueces del pueblo inglés habían sido transferidas en constituciones escritas promulgadas por cuerpos legislativos) ahora allanaba el camino hacia un nuevo concepto castrado del Rechsstaat: un estado de la ley en el cual las reglas tenían que ser promulgadas por la legislatura. El hecho de que, en los códigos y constituciones originales del siglo XIX, la legislatura se confinó básicamente a compendiar una ley que no había sido promulgada, fue gradualmente olvidado o considerado de poca significación comparado con el hecho de que tanto los códigos como las constituciones habían sido promulgados por las legislaturas, cuyos miembros eran "representantes" del pueblo.
De forma concomitante con este hecho hubo otro, también puntualizado por el profesor Ehrlich. El Juristenrecht introducido en los códigos había sido abreviado, pero en una forma en que los abogados contemporáneos fueran capaces de entenderlo fácilmente por referencia a un trasfondo judicial con el cual estaban perfectamente familiarizados previamente a la promulgación de los códigos3. Sin embargo, los abogados de la segunda generación ya no fueron capaces de hacer esto. Se acostumbraron a referirse mucho más al código en sí mismo que a su trasfondo histórico. Aridez y pobreza fueron, de acuerdo a Ehrlich, las características de los comentarios de la segunda y las subsecuentes generaciones de abogados continentales, evidencia del hecho de que la actividad de los abogados no puede mantenerse en un nivel alto si está basado sólamente en la ley escrita sin el trasfondo de una larga tradición.
La consecuencia más importante de esta tendencia fue que los pueblos del continente y hasta en cierto punto también de los países de habla inglesa, se acostumbraron más y más a concebir el conjunto de la ley como ley escrita, esto es, como una serie singular de promulgaciones de parte de cuerpos legislativos de acuerdo a la regla de las mayorías.
De esta manera, la ley como un todo comenzó a ser pensada como el resultado de grupos de decisión en lugar de decisiones inviduales, y algunos teóricos como el profesor Hans Kelsen fueron tan lejos como para incluso negar que sea posible hablar de conducta jurídica o política de parte de los individuos sin referencia a un conjunto de leyes coercitivas mediante las cuales toda conducta puede ser calificada de "legal" o no.
Otra consecuencia de este concepto reformador de la ley en nuestro tiempo fue que el proceso de elaboración de leyes ya no fue más considerado como principalmente conectado a la actividad teórica de parte de expertos, como jueces y abogados, sino como el simple deseo de las mayorías ganadoras en el seno de los cuerpos legislativos. El principio de "representación" parece asegurar a su vez una pretendida conexión entre las mayorías ganadoras y cada individuo en tanto es concebido como miembro del electorado. De esta manera, la participación de los individuos en el proceso de elaboración de leyes ha cesado de ser efectiva y se ha convertido más y más en una especie de ceremonia vacía que periódicamente toma lugar en las elecciones generales de un país.
El proceso espontáneo de creación de leyes antes de la promulgación de los códigos y las constituciones del siglo XIX no fué de ningún modo único si es considerado en relación a otros procesos espontáneos como el del lenguaje ordinario o el de las transacciones económicas del día a día o el de las modas cambiantes. Un rasgo característico de estos procesos es que son efectuados a través de una colaboración voluntaria de un número enorme de individuos cada uno de los cuales tiene una participación en el propio proceso de acuerdo a su predisposición y sus habilidades de mantener o incluso modificar las condiciones presentes de los asuntos económicos, el lenguaje o la moda. No hay grupos de decisión en este proceso que coaccionen a nadie a adoptar una nueva palabra en lugar de una vieja o usar un nuevo tipo de vestimenta en lugar de uno antiguo o preferir una película en lugar de un juego. Es cierto, la era actual ofrece el espectáculo de fuertes grupos de presión cuya propaganda es diseñada para hacer que la gente se engrane en nuevas transacciones económicas o adopte nuevas modas o incluso nuevas palabras o lenguajes tales como el Esperanto o el Volapuk. No podemos negar que estos grupos pueden jugar un papel muy importante en las elecciones de individuos particulares. Pero nunca es efectuado mediante coacción, Confundir presión y propaganda con coacción sería un error similar a aquel que observamos analizando ciertas otras confusiones relacionadas con el significado de "coacción", Algunas formas de presión pueden ser asociadas e incluso identificadas con la coacción. Pero éstas están siempre conectadas con coacción en el propio sentido de la palabra, como ocurre, por ejemplo, cuando los habitantes de un país tienen prohibido importar diarios y revistas foráneas o escuchar emisiones radiales extranjeras o simplemente irse del país. En esos casos la propaganda y la presión dentro de un país es muy similar a las formas de coacción propiamente dichas. La gente no puede oir la propaganda que le gustaría más, no puede hacer una selección de la información, y muchas veces no puede siquiera evitar escuchar las emisiones radiales o leer los periódicos editados bajo la dirección de sus gobernantes dentro del país.
Una situación similar surge en el campo de la economía cuando se conforman monopolios dentro de un país con la ayuda de la legislación (es decir, de grupos de decisión y restricciones forzadas) el propósito del cual, por ejemplo, es dificultar o limitar la importación de bienes producidos por potenciales competidores en países extranjeros. Aquí también de alguna manera los individuos son coercionados, pero la causa de esta coerción no es atribuible a ninguna acción o comportamiento de parte de individuos particulares en el proceso ordinario de colaboración espontánea que ya he descrito.
Casos especiales, como los dispositivos subliminares o publicidad invisible a través de ondas infrarrojas actuando en nuestros ojos y por tanto en nuestro cerebro, o propaganda obsesiva o aquella que uno no puede evitar ver u oir, pueden ser considerados como lo contrario a reglas comúnmente aceptadas en toda sociedad civilizada de forma de proteger a todos contra la coerción personal. Tales casos pueden ser correctamente considerados, por tanto, como instancias de coerción a ser evitadas aplicando reglas ya existentes en favor de la libertad individual.
Ahora, la legislación prueba ser al final un dispositivo mucho menos obvio y mucho menos usual de lo que aparenta ser si no prestamos atención a lo que sucede en otras áreas importantes de la acción humana y del comportamiento humano. Iría incluso tan lejos como para decir que la legislación, especialmente si es aplicada a las innumerables elecciones que los individuos hacen en su vida diaria, aparece como algo absolutamente excepcional e incluso contrario al resto de lo que sucede en las sociedades humanas. El más llamativo contraste entre la legislación y otros procesos de la actividad humana emerge siempre que la comparamos con los procedimientos de la ciencia. Diría incluso que es una de las más grandes paradojas de la civilización contemporánea: ha desarrollado métodos científicos a tan sorprendente nivel mientras que al mismo tiempo ha estado extendiendo, agregando y fomentando procedimientos antitéticos como los de las decisiones de grupo y la regla de las mayorías.
Ningún verdadero resultado científico ha sido nunca alcanzado a través de grupos de decisión y regla de mayorías. La historia entera de la ciencia moderna en Occidente evidencia el hecho de que ni mayorías, ni tiranos, ni la coacción puede prevalecer a largo plazo contra los individuos siempre que los últimos son capaces de demostrar, de alguna manera definida, que sus propias teorías científicas funcionan mejor que las de otros, y que su propia visión de las cosas resuelve problemas y dificultades mejor que otros, sin importar ni el número, ni la autoridad, ni el poder de los últimos. Ciertamente, la historia de la ciencia moderna, si es considerada desde este punto de vista, constituye la evidencia más convincente de la falla de los grupos de decisión y de las decisión de grupo basados en algún procedimiento coercitivo y más generalmente, de la falla del uso de la fuerza ejercida sobre individuos como una pretendida forma de promover el progreso científico y de obtener resultados científicos. El juicio de Galileo, en el amanecer de nuestra era científica, es en este sentido un símbolo de su historia completa, pues muchos juicios han sido actualmente desarrollados en varios países hasta el presente en los cuales se han hecho intentos de forzar a científicos individuales de abandonar cierta tesis. Pero ni una tesis científica ha sido, al final, establecida o reprobada como resultado del uso de la fuerza ejercida sobre científicos individuales por tiranos intolerantes o mayorías ignorantes.
Al contrario, la investigación científica es el más obvio ejemplo de un proceso espontáneo que implica la colaboración libre de innumerables individuos, cada uno de los cuales tiene una participación en él de acuerdo a su buena disposición y habilidades. El resultado total de esta colaboración nunca ha sido anticipada o planeada por individuos particulares o grupos. Nadie pudo incluso hacer un enunciado sobre cuál sería el resultado de tal colaboración sin establecerlo cuidadosamente no cada año, sino cada mes y cada día a través de la historia entera de la ciencia.
¿Qué hubiera pasado en los países de Occidente si el progreso científico hubiera sido confinado a grupos de decisión y reglas de mayorías basados en tales principios como la representación de los científicos concebidos como miembros de un electorado, por no hablar de la representación de la gente en su conjunto? Platón subrayó tal situación en su diálogo Politikos cuando contrastó la llamada ciencia de gobierno y las ciencias en general con las reglas escritas promulgadas por las mayorías en las antiguas democracias griegas. Uno de los personajes en el diálogo propone que las reglas de la medicina, de la navegación, de las matemáticas, de la agricultura, y de todas las ciencias y técnicas conocidas en su tiempo sean fijadas por reglas escritas (syngrammata) promulgadas por las legislaturas. Es claro, y así el resto de los personajes en el diálogo concluyen, que en tal caso las ciencias y técnicas desaparecerían sin esperanza de revivir, siendo prohibidas por una ley que entorpecería toda investigación, y la vida, agregan tristemente, que ya de por sí es difícil, devendría imposible.
Sí, la conclusión final de este diálogo de Platón es bien diferente. Aunque no podamos aceptar un estado de situación como éste en el campo científico, debemos, dice Platón, aceptarla en el campo de nuestra ley y nuestras instituciones. Nadie sería tan inteligente y tan honesto como para gobernar a sus pares ciudadanos ignorando las leyes escritas sin causar muchos más inconvenientes que un sistema de legislación rígida.
Esta conclusión inesperada es más bien similar a aquella de los autores de los códigos escritos y constituciones escritas del siglo XIX. Ambos, Platón, y estos teóricos, contrastaron la ley escrita con las acciones arbitrarias de un gobernante y mantuvieron que la primera era preferible a lo segundo, dado que ningún gobernante individual podría comportarse con sabiduría suficiente para asegurar el bien común de su país.
No objeto esta conclusión siempre y cuando aceptemos su premisa: que las órdenes arbitrarias de un tirano son la única alternativa a las leyes escritas.
Pero la historia nos provee de abundante evidencia para apoyar la conclusión de que esta alternativa no es ni la única ni la más significativa, abierta a aquellos que valoran la libertad individual. Hubiera sido mucho más consistente con la evidencia histórica apuntar a otra alternativa, por ejemplo, aquella entre reglas arbitrarias establecidas por individuos particulares o grupos, por un lado, y la participación espontánea en el proceso de creación de leyes de parte de todos y cada uno de los habitantes de un país, por el otro.
Si vemos la alternativa bajo esta luz, no hay duda de cuál es la elección en favor de la libertad individual, concebida como la condición de cada hombre haciendo sus propias elecciones sin ser forzado por nadie más a hacer involuntariamente lo que otros imponen.
A nadie le gustan las órdenes arbitrarias de parte de reyes, oficiales de estado, dictadores, etc. Pero la legislación no es el camino apropiado a la arbitrariedad, dado que la misma arbitrariedad puede ser y de hecho es ejercida en muchos casos con la ayuda de reglas escritas que las personas deben soportar, dado que nadie participa en el proceso de hacerlas excepto un puñado de legisladores.
El profesor Hayek, que es uno de los más eminentes partidarios de las reglas escritas, generales y ciertas en la actualidad como medio para contraponerse a la arbitrariedad, es él mismo perfectamente consciente del hecho de que el imperio de la ley (N. del T.: rule of law) no es suficiente para alcanzar el propósito de salvaguardar la libertad individual, y admite que no es condición suficiente para ella, dado que aún deja abierto un enorme campo de acción por parte del estado4.
Esta es también la razón por la cual los mercados libres y el comercio libre, como sistema lo más posible independiente de la legislación, debe ser considerado no sólo como el medio más eficiente de obtener la elección libre de bienes y servicios de parte de los individuos involucrados, sino también como modelo de cualquier otro sistema cuyo propósito sea permitir la libre elección individual, incluyendo aquellos relacionados con la ley y las instituciones legales.
Por supuesto, los sistemas basados en la participación voluntaria de todos y cada uno de los individuos involucrados no es una panacea. Las minorías existen en el mercado tanto como en cualquier otro área, y su participación en el proceso no es siempre satisfactoria, al menos hasta que sus miembros son lo suficientemente numerosos como para inducir a los productores a satisfacer sus demandas. Si quiero comprar un libro muy raro o un registro fonográfico muy raro en una pequeña villa, probablemente tendré que darme por vencido luego de algunos intentos, dado que ningún vendedor local de libros o registros es capaz de satisfacer mi solicitud. Pero esto no es en absoluto un defecto que los sistemas coercitivos puedan evitar, a menos que pensemos en aquellos sistemas utópicos ideados por reformadores socialistas y soñadores que se corresponden con la máxima: a cada uno según su necesidad.
La tierra de Utopía no ha sido aún descubierta. Por tanto, sería de poco uso criticar un sistema contrastándolo con sistemas no existentes que, tal vez, podrían evitar los defectos del primero.
Para resumir lo que he dicho en esta lectura: La libertad individual no puede ser consistente con "la voluntad común" siempre que ésta sea una farsa para conciliar el ejercicio del uso de la fuerza por mayorías de la variedad de Lawrence Lowell sobre minorías que, a su vez, nunca aceptarían la situación resultante si fueran libres de rechazarla.
Pero la libertad individual es consistente con la voluntad común siempre que su objecto sea compatible con el principio formulado en la regla: "No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a tí". En este caso, los grupos de decisión son compatibles con la libertad individual en tanto castigan y ofrecen reparación para clases de comportamiento que todos los miembros de un grupo desaprobarían, incluyendo las personas que manifiestan tal comportamiento si ellos mismos fueran víctimas de él.
Es más, la libertad individual puede ser consistente con los grupos de decisión y las decisiones de grupo en tanto éstos reflejan el resultado de la participación espontánea de todos los miembros de un grupo en la formación de una voluntad común, por ejemplo, en el proceso de creación de leyes independiente de la legislación. Pero la compatibilidad entre la libertad individual y la legislación es precaria debido a la contradicción potencial entre el ideal de la formación espontánea de una voluntad común y el de su establecimiento por medios coercitivos, como sucede habitualmente con la legislación
Finalmente, la libertad individual es perfectamente compatible con aquellos procesos cuyos resultados son la formación de una voluntad común sin recurso a los grupos de decisión y las decisiones de grupo. El lenguaje ordinario, las transacciones económicas del día a día, las costumbres, las modas, los procesos de creación espontánea de leyes y, sobre todo, la investigación científica, son los ejemplos más comunes y más convincentes de esta compatibilidad, de hecho, de esta conexión íntima, entre la libertad individual y la formación espontánea de la voluntad común.
En contraste con este modo espontáneo de determinar la voluntad común, la legislación aparece como un dispositivo menos eficiente para arribar a tal determinación, ya que se vuelve evidente cuando ponemos atención al imponente área dentro del cual la voluntad común ha sido espontáneamente determinada en los países de Occidente tanto en el pasado como en el presente.
La historia evidencia el hecho de que la legislación no constituye una alternativa apropiada a la arbitrariedad, sino que usualmente corre a lo largo de los mandatos vejativos de tiranos o mayorías arrogantes contra toda clase de procesos espontáneos de formación de una voluntad común en el sentido en que la he descrito.
Desde el punto de vista de los partidarios de la libertad individual no es sólo una cuestión de ser suspicaces de los oficiales y sus reglas, sino también de los legisladores. En este sentido, no podemos aceptar la famosa definición que Montesquieu dió a la libertad como "el derecho de hacer todo aquello que las leyes nos permiten hacer". Como Benjamin Constant remarcó en conexión con esto: "No hay duda que no hay libertad cuando las personas no pueden hacer aquello que las leyes les permiten hacer; pero las leyes pueden prohibir tantas cosas a tal punto de abolir la libertad misma."
Notas
1. Eugen Ehrlich, Juristische Logik (Tübingen: Mohr, 1918), p.166.
2. N. del T.: ver, por ejemplo, Una introducción al common law; Morineau, Marta.
3. Íbid., p. 167.
4. F. A. Hayek The Political Ideal of the Rule of Law (Cairo: Fiftieth Anniversary Commemoration Lectures, National Bank of Egypt, 1955), p.46. Virtualmente, la entera sustancia de este libro ha sido republicada en The Constitution of Liberty, por el mismo autor.
En política, pareciera que hay muchos asuntos en los cuales, al menos al principio, el acuerdo no puede ser unánime, y por tanto son inevitables los grupos de decisión, con su apéndice de procedimientos coercitivos, regla de la mayoría, y así sucesivamente. Esto puede parecer cierto en los sistemas actuales, pero esa certeza desaparece luego de una rigurosa evaluación sobre los asuntos a ser decididos por tales grupos de acuerdo a los procedimientos coercitivos.
Los grupos de decisión frecuentemente nos recuerdan un grupo de asaltantes, acerca de los cuales el eminente erudito americano, Lawrence Lowell, una vez remarcó que no constituyen una mayoría cuando, luego de haber esperado a algún viajero en un lugar solitario, lo privan de su bolso. De acuerdo a Lowell, un puñado de personas no puede ser denominado una "mayoría" en comparación con el hombre al que roban. Ni este último puede ser denominado una "minoría". Hay protecciones constitucionales y, por supuesto, legislación criminal tanto en los Estados Unidos como en otros países, que tienden a prevenir la formación de tales "mayorías". Desafortunadamente, muchas mayorías en nuestro tiempo tienen usualmente mucho en común con esta peculiar "mayoría" descrita por Lawrence Lowell. Son mayorías legales, constituídas de acuerdo a la ley escrita y las constituciones o, al menos, de acuerdo a ciertas interpretaciones elásticas de las constituciones, de muchos países de la actualidad. Siempre que una mayoría de los pretendidos "representativos del pueblo" se conducen para obtener una decisión de grupo, por ejemplo, los Decretos de Propietario y Arrendatario en Inglaterra o estatutos similares en Italia o en donde sea, diseñados a forzar al propietario a conservar en su casa, contra su voluntad y contra todo previo acuerdo, con una renta baja, arrendatarios que podrían fácilmente pagar, en la mayoría de los casos, una renta en acuerdo con los precios de mercado. No puedo ver ninguna razón para distinguir esta mayoría de aquella descrita por Lawrence Lowell. Hay una sola diferencia: la segunda no es permitida por la ley escrita del país, mientras que la primera es al momento permitida.
De hecho, la gran característica que ambas mayorías tienen en común es la coacción ejercida de parte de ciertas personas más numerosas, en contra de otras menos numerosas para hacer sufrir a las últimas lo que nunca sufrirían si tan sólo pudieran tomar decisiones libres y hacer acuerdos libres con los primeros. No hay ninguna razón para suponer que los individuos pertenecientes a estas mayorías se sentirían de forma diferente a sus presentes víctimas si los primeros pertenecieran a la minoría que han conseguido coaccionar. Así, el mandato Gospel, que retrocede por lo menos tan lejos como la filosofía de Confucio, y que es probablemente una de las reglas notablemente más concisas de la filosofía de la libertad individual, «No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a tí», está siendo modificada por todas las mayorías de la clase que describe Lowell, de la siguiente manera: «Haz a otros lo que no quieres que te hagan a tí». En este sentido, Schumpeter estaba en lo cierto cuando decía que "la voluntad común" es una vergüenza en las comunidades políticas modernas. No podemos sino estar de acuerdo con él si consideramos todos los casos de grupos de decisión como aquellos que he mencionado. La gente que pertenece al lado ganador del grupo dicen que están decidiendo por el interés común y de acuerdo a "la voluntad común".
Pero siempre que las decisiones, al dictarse, están coaccionando minorías para obtener su dinero o mantener en sus casas a otras personas a las que no quieren mantener allí, no habrá unanimidad de parte de todos los miembros del grupo. Cierto, mucha gente considera esta misma ausencia de unanimidad como una buena razón para invocar grupos de decisión y procedimientos coercitivos. Sin embargo, esta no es una objeción seria contra la reforma que estoy proponiendo. Si consideramos que uno de los principales fines de esta reforma sería el restablecimiento de la libertad individual en sentido de ser libre de la coacción de otras personas, no encontraremos razón para garantizar un lugar en nuestro sistema para aquellas decisiones que involucran el ejercicio de coacción sobre personas menos numerosas en nombre de otras más numerosas. No puede haber "voluntad común" en esa clase de decisiones a menos que uno simplemente identifique la "voluntad común" con la voluntad de las mayorías sin importar la libertad de las personas que pertenecen a las minorías.
Por otro lado, la "voluntad común", tiene un significado mucho más convincente que aquella adoptada por quienes defienden los grupos de decisión. Es la voluntad que emerge de la colaboración de todas las personas involucradas, sin ningún recurso a los grupos de decisión y las decisiones de grupo. Esta voluntad común crea y mantiene viva tanto palabras en el lenguaje ordinario, como acuerdos y compromisos entre partes sin ninguna necesidad de coerción en la relación entre individuos; exalta artistas populares, escritores, actores, o luchadores; y crea y mantiene vivas modas, reglas de cortesía, reglas morales, etc. Esta voluntad es "común" en el sentido en que todos los individuos que participan en su manifestación y ejercicio en una comunidad son libres de hacerlo, mientras que aquellos que eventualmente no están de acuerdo también son libres de hacerlo sin ser forzados por otras personas para aceptar su decisión. Bajo tal sistema, todos los miembros de la comunidad están de acuerdo en principio que los sentimientos, acciones, formas de comportamiento, y así sucesivamente, de parte de individuos que pertenecen a la comunidad son perfectamente admisibles y permisibles sin estorbar a nadie, sin importar el número de individuos que sienten o actúan en esas maneras.
Cierto, esto es más un modelo teórico de la "voluntad común" que una situación susceptible de ser establecida históricamente en todos sus detalles. Pero la historia nos ofrece un número de ejemplos de sociedades en las cuales puede decirse que una "voluntad común" ha existido en el sentido en que la he descrito. Incluso en el presente e incluso en los países donde los métodos coercitivos son ampliamente aplicados, hay aún muchas situaciones en las cuales una verdadera voluntad común emerge y nadie combate seriamente su existencia o desea un estado de cosas diferente.
Veamos ahora si podemos imaginar una "voluntad común" que se refleje no sólo en el lenguaje común o en una ley común, en modas comunes, gustos, y así sucesivamente, sino también en grupos de decisión, con toda su parafernalia de procedimientos coercitivos.
Estrictamente hablando, debemos concluir que ningún grupo de decisión, si no es unánime, es la expresión de una voluntad común a todas las personas que participan en esa decisión en un momento dado. Pero las decisiones son tomadas, en algunos casos contra minorías, como, por ejemplo, cuando un veredicto es alcanzado por un jurado contra un ladrón o un asesino, que no vacilaría a su vez en adoptar o en favorecer la misma decisión si hubiera sido víctima de otras personas en el mismo sentido. Ha sido notado frecuentemente desde los tiempos de Platón, que incluso los piratas y los asaltantes deben a fin de cuentas admitir una ley común a todos ellos, en caso contrario su banda se disolvería o destruiría desde dentro. Si tomamos estos hechos en consideración, podemos decir que hay decisiones que, aunque no reflejen en cada momento la voluntad de todos los miembros del grupo, pueden ser considerados comunes al grupo, por cuanto todos las admiten bajo similares circunstancias. Pienso que este es el núcleo de la verdad en ciertas consideraciones paradójicas establecidas por Rousseau que parecen bastante tontas a sus adversarios o sus lectores superficiales. Cuando se dice que un criminal busca su propia condena, desde el momento en que ha acordado previamente con otras personas el castigar a todos los criminales y a él mismo si fuera el caso, el filósofo francés hace una afirmación que, tomada literalmente, es una tontería. Pero no es una tontería presumir que cada criminal admitiría e incluso solicitaría la condena de otros criminales en las mismas circunstancias. En este sentido, hay una "voluntad común" de parte de todos los miembros de una comunidad para dificultar y eventualmente castigar cierta clase de comportamiento que son definidos como crímenes en esa sociedad. Lo mismo se aplica más o menos a toda otra clase de comportamiento como los agravios en los países anglosajones, esto es, formas de comportamiento que, de acuerdo a una convicción comúnmente compartida, no son permitidos en la sociedad.
Hay obvias diferencias entre el objeto de los grupos de decisión relativos a la condena de tales formas de comportamiento como crímenes o agravios y decisiones relativas a otras formas de comportamiento tales como aquellas impuestas a los propietarios en los estatutos mencionados anteriormente. En el primer caso, las sentencias son pronunciadas por el grupo en contra de un individuo o una minoría de miembros individuales del grupo que han cometido un asalto dentro mismo del grupo. En el último caso, las decisiones simplemente cometen algúna forma de robo contra otras personas, en particular, contra personas que pertenecen a una minoría del grupo. En el primer caso, todos, incluídos cada miembro de la minoría siendo condenada por asalto, aprobaría la condena en cualquier otra circunstancia que la suya; mientras que en el último caso, sucede exactamente lo contrario: la decisión (en este caso, el robo a una minoría dentro del grupo) no sería aprobada por los mismos miembros de la mayoría en cualquier instancia en que ellos mismos fueran víctimas de ella. Pero en ambos casos, todos los miembros del grupo en cuestión sí sienten, como hemos visto, que algunas formas de comportamiento son condenables. Esto es lo que nos permite decir que en efecto hay grupos de decisión que pueden corresponder a una "voluntad común", siempre que podamos suponer que el objeto de tales decisiones sería aprobado bajo circunstancias similares por todos los miembros de un grupo, incluyendo los miembros de la minoría que son las presentes víctimas. Por otro lado, no podemos considerar que exista una correspondencia con la "voluntad común" de un grupo decisiones tales como aquellas que no serían aprobadas bajo las mismas circunstancias por todos los miembros de un grupo, incluyendo los miembros de la mayoría que son ahora los beneficiarios.
Los grupos de decisión del segundo tipo deberían ser removidos del plano que describe el área de los grupos de decisión aptos o necesarios en la sociedad comtemporánea. Y todos los grupos de decisión del primer tipo deberían dejarse en el plano luego de una rigurosa evaluación de su objetivo. Por supuesto, yo no imagino que eliminar tales grupos de decisión sea una tarea sencilla de parte de cualquiera en los tiempos que corren. Pero eliminar todas las decisiones de grupo tomadas por las mayorías de la clase que describe Lowell significaría terminar de una vez y para siempre con esa especie de guerra legal que coloca a grupos contra grupos en la sociedad contemporánea debido al intento perpetuo de sus respectivos miembros de coaccionar, en su propio beneficio, a otros miembros de la comunidad para aceptar tratos y acciones antiproductivas. Desde este punto de vista, uno podría aplicar sobre una parte conspicua de la legislación contemporánea la definición que el teórico alemán Clausewitz aplicó a la guerra, esto es, que es un medio de conseguir aquellos fines que ya no son posibles conseguir por medio del acostumbrado soborno. Es este el concepto prevaleciente de la ley como un instrumento de propósitos corporativos que sugirió, un siglo atrás, a Bastiat su famosa definición del estado: «L'etat, la grande fiction à travers laquelle tout le monde s'efforce de vivre au dépens de tout le monde» («El Estado, esa gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo»). Debemos admitir que esta definición es válida también en nuestro tiempo.
Un concepto agresivo de legislación para servir intereses sectarios ha subvertido el ideal de sociedad política como una entidad homogénea, si acaso como sociedad misma. Las minorías coaccionadas a aceptar los resultados de una legislación con la que nunca estarían de acuerdo bajo otras condiciones se sienten tratadas injustamente y aceptan su situación sólo con el propósito de evitar algo peor o considerarla como una excusa para obtener en beneficio propio otras leyes que a su vez perjudican a otras personas. Quizás esta imagen no se aplica para los Estados Unidos a ese nivel como sí lo hace para muchas naciones en Europa en la cual las ideas socialistas han cubierto tantos intereses sectarios tanto de mayorías transitorias como permanentes dentro de cada país. Pero sólo basta referirme a leyes como el decreto Norris-La Guardia para convencer a mis lectores que lo que digo también se aplica a este país. Aquí, sin embargo, los privilegios legales en favor de grupos particulares son usualmente pagados no por otro grupo particular, como en el caso de los países europeos, sino por todos los ciudadanos en su calidad de contribuyentes.
Afortunadamente para toda la gente que espera que la reforma que he sugerido se tendrá que dar en algún momento u otro, los grupos de decisión en nuestra sociedad no son todos de la clase vejativa que he considerado, ni son todas las mayorías de la variedad de Lowell.
Los grupos de decisión que figuran en los mapas políticos de los tiempos presentes involucran también objetos que son más propiamente localizados en el mapa de las decisiones individuales. Tales objetos, por ejemplo, son cubiertos por la legislación contemporánea siempre que ésta se limita a tipificar aquello que es sostenido en común como derecho o deber por la población de un país. Sospecho que muchos de los que invocan las leyes escritas contra los poderes arbitrarios de un individuo, sea tirano, oficial del estado o incluso mayorías transitorias como aquellas que han prevalecido en Atenas en el siglo V antes de cristo, en mayor o menor medida piensa conscientemente en las leyes simplemente como una tipificación de reglas no escritas ya adoptadas por toda la gente en una sociedad. De hecho, muchas regulaciones escritas podían y aún pueden ser consideradas como simples epítomes de reglas no escritas, al menos en referencia a su contenido, sino a la intención de los legisladores involucrados. Un caso clásico es el Corpus Iuris
de Justiniano. Esto es cierto no obstante el hecho de que, de acuerdo a la intención explícita de dicho emperador, quien (no debemos olvidar) perteneció a un país y un pueblo inclinado a identificar la ley de una nación con sus leyes escritas, la totalidad del Corpus Iuris tuvo que ser adoptado por sus súbditos como un decreto promulgado por el mismo emperador.
Pero una conexión estricta entre el ideal del Corpus Iuris como la ley escrita, y la ley común o no escrita actualmente plasmada en aquélla, fue notablemente evidenciada por el contenido del Corpus. De hecho, la parte central y más larga de esta obra, la llamada Pandactae o Digesta, consiste enteramente de declaraciones de los viejos juristas romanos relacionados con la ley no escrita. Sus trabajos fueron recolectados y seleccionados por Justiniano (quien puede ser considerado, incidentalmente, como el editor del más famoso Reader's Digest de todos los tiempos) con el propósito de ser presentados a sus súbditos como una formulación particular de sus propias órdenes. Cierto, de acuerdo a los estudiosos modernos, esta compilación, selección y resumen de Justiniano debió haber sido bastante complicada, al menos en muchos casos para los cuales pueden surgir dudas razonables acerca de la autenticidad de los textos incluídos en el Corpus y alegadamente pertenecientes al trabajo de viejos juristas romanos como Paulo o Ulpiano. Pero no hay duda entre los estudiosos acerca de la selección en su conjunto. Incluso para casos particulares, las dudas sobre la autenticidad de la selección han sido abandonadas en cierta medida en tiempos recientes por la mayor parte de los estudiosos.
A su vez, la selección de Justiniano fue el objeto de un proceso similar de parte de los juristas de Europa continental en la Edad Media y en la Modernidad, antes de la presente era de códigos y constituciones escritas. Para los juristas continentales de nuestros días, no era una cuestión de seleccionar al modo justiniano, sino de interpretar, esto es, de ajustar el significado de los textos justinianos siempre que era necesario dar expresión a las nuevas exigencias, mientras se deja su totalidad esencialmente válida, hasta tiempos recientes, como la ley nacional en la mayor parte de los países de Europa. Por tanto, mientras el viejo emperador había transformado la ley común establecida por los viejos juristas en una ley escrita formalmente promulgada por él, los juristas continentales medievales y modernos, previo a la promulgación de los códigos de hoy, transformaron a su vez las leyes de Justiniano en una nueva ley establecida por los juristas, en una Juristenrecht, como los alemanes la llamaban, la cual era aproximadamente una edición revisada del Corpus justiniano y por tanto de la vieja ley romana.
Muy a su sorpresa, un colega mío italiano descubrió hace algunos años que el Corpus justiniano era aún literalmente válido en algunos países del mundo, por ejemplo, en Sudáfrica. Un cliente suyo, una dama residente en Italia que tenía algunas propiedades en Sudáfrica, lo puso a cargo de las transacciones implicadas, los cuales debidamente llevó a cabo. Más tarde fue solicitado por su par en Sudáfrica a que le envíe una declaración firmada por la dama estableciendo que ella renunciaba al provecho propio en el futuro, de los privilegios conferidos a las mujeres por el Senatum Consultum Velleianum, esto es, la disposición promulgada por el Senado Romano diecinueve siglos atrás con el propósito de autorizar a las mujeres a retroceder en su palabra y en general a rechazar el mantener ciertos compromisos hacia otras personas. Aquellos sabios senadores romanos eran conscientes del hecho de que las mujeres eran propensas a cambiar de opinión y por lo tanto hubiera sido injusto esperar de ellas la misma consistencia que era usualmente requerida para los hombres por la ley. El resultado de la disposición del senado había sido, presumo, algo diferente de aquél esperado por los senadores. La gente tendría muy pocos deseos de entrar en acuerdos con las mujeres luego de la disposición del Senatus Consultum. Un remedio para este inconveniente fue finalmente encontrado admitiendo que las mujeres podían renunciar al privilegio del Senatum Consultum antes de comprometerse en algunos contratos, tales como la venta de tierras. Mi colega envió a Sudáfrica la renuncia de su cliente al derecho de invocar el Senatus Consultum Velleianum, firmada por la dama, y la venta fue efectuada en el rumbo correcto.
Cuando me contaron esta historia, reflexioné con diversión que hay gente que piensa que todo lo que necesitamos para ser felices son nuevas leyes. Por el contrario, tenemos una imponente evidencia histórica para apoyar la conclusión de que incluso la legislación en muchos casos, luego de siglos y generaciones, ha reflejado mucho más un proceso espontáneo de creación de leyes que los arbitrarios deseos de una decisión mayoritaria por un grupo de legisladores.
La palabra alemana Rechtsfindung, esto es, la operación de descubrir la ley, parece representar bien la idea central del Juristenrecht y de la actividad de los juristas de Europa Continental como un todo. La ley era concebida no como algo promulgado, sino como algo existente, que era necesario encontrar, descubrir. Esta operación no era emprendida directamente para establecer el significado de los compromisos humanos o de los sentimientos humanos en relación a los derechos y deberes, sino, antes que nada (al menos en forma aparente), para establecer el significado de un texto escrito dos mil años atrás, como la compilación justiniana.
Esta idea es interesante desde nuestro punto de vista ya que nos ofrece evidencia del hecho de que la ley escrita en sí misma no es siempre necesariamente legislación, esto es, ley promulgada. El Corpus Iuris justiniano en Europa continental no fue más legislación, al menos en el sentido técnico de la palabra, es decir, como ley promulgada por la autoridad legislativa de los países europeos. (Esto, incidentalmente, podría satisfacer a aquellas personas que se aferran al ideal de la certeza de la ley en el sentido de una fórmula redactada de forma precisa, sin sacrificar el ideal de la certeza de la ley entendida como la posibilidad de hacer planes a largo plazo.)
Los códigos de Europa Continental ofrecen otro ejemplo de un fenómeno del cual muy pocas personas son conscientes hoy, a saber, la estricta conexión entre el ideal de una ley formalmente promulgada y el ideal de una ley cuyo contenido es actualmente independiente de la legislación. Estos códigos pueden ser considerados, a su vez, sobre todo como epítomes del Corpus Iuris Justiniano y de las interpretaciones que la compilación justiniana había sufrido de parte de los juristas europeos a lo largo de muchos siglos durante la Edad Media y en los tiempos modernos antes de la promulgación de los códigos.
Podríamos comparar hasta cierto punto los códigos de Europa Continental con los pronunciamientos oficiales de las autoridades, por ejemplo en las municipia italiana de los tiempos romanos, usados para emitir la certificación de la pureza y el peso de los metales empleados por la acuñación privada de monedas, mientras que la legislación en el presente puede ser comparada como una reglamentación de la interferencia por todos los gobiernos de la actualidad en la determinación del valor de sus billetes inconvertibles. (Incidentalmente, el papel moneda es en sí mismo un ejemplo notable de legislación en el sentido contemporáneo, esto es, de un grupo de decisión cuyo resultado es que algunos miembros del grupo son sacrificados en beneficio de otros, mientras que esto no podría haber pasado si el primero pudiera libremente elegir qué dinero aceptar y cuál rechazar.)
Los códigos de Europa continental, como el código de Napoleón, o el Código austríaco de 1811, o el Código Alemán de 1900, fueron el resultado de diversas críticas a las que había sido sometida la compilación de Justiniano ya devenida en el Juristenrecht. Una búsqueda de la certeza de la ley, en el sentido de la precisión verbal, fue una de las razones principales para la codificación sugerida. El Pandactae parecía ser un sistema impreciso de reglas, muchas de las cuales podrían ser consideradas como instancias particulares de una regla más general que los juristas romanos nunca se habían preocupado de formular. En realidad, habían esquivado deliberadamente tales formulaciones en la mayor parte de los casos con el propósito de evitar convertirse en prisioneros de sus propias reglas siempre que se enfrentaban a casos sin precedentes. De hecho, el sistema justiniano demostró ser demasiado abierto para un sistema cerrado, mientras que el Juristenrecht a su vez, funcionando en su característico modo poco sistemático, ha incrementado, más que reducido, la contradicción original del sistema justiniano.
La codificación representó un paso considerable en la dirección de la idea de Justiniano de que la ley es un sistema cerrado, a ser planificado por expertos bajo la dirección de las autoridades políticas, pero implicó también que esta planificación tuvo que relacionarse más a la forma y no tanto al contenido de la ley.
Es así que, un eminente erudito alemán, Eugen Ehrlich, escribió que «la reforma de la ley en el código alemán de 1900 y en los códigos continentales precedentes fue más aparente que real»1. El Juristenrecht pasó casi intocado en los nuevos códigos, aunque en forma bastante abreviada, cuya interpretación aún implicaba un conocimiento sustancial de la literatura jurídica precedente del Continente.
Desafortunadamente, luego de cierto tiempo el nuevo ideal adoptado de darle forma legislativa a un contenido no legislativo demostró ser autocontradictoria. La ley no legislativa está siempre cambiando, aunque lentamente y en una forma bastante clandestina. No puede ser convertida en un sistema cerrado más que el lenguaje ordinario, aunque el intento ha sido hecho por muchos eruditos en varios países, como los fundadores del Esperanto y de otros lenguages artificiales. Pero el remedio adoptado por este inconveniente demostró ser bastante ineficiente. Nuevas leyes escritas tuvieron que ser promulgadas para modificar los códigos y, gradualmente, el sistema cerrado original de los códigos se vió rodeado y sobrecargado con una enorme cantidad de otras reglas escritas, cuya acumulación es una de las características más notables de los sistemas legales europeos en el presente. Sin embargo, los códigos son aún considerados en los países europeos como el núcleo de la ley, y en tanto su contenido original ha sido aún preservado, podemos reconocer en ellos la conexión entre el ideal de una ley formalmente promulgada y un contenido que remite a la ley no escrita que había accionado primero a la compilación justiniana.
Si consideramos, por otro lado, lo sucedido en tiempos comparativamente recientes en los países de habla inglesa, podemos encontrar ejemplos del mismo proceso. Varias promulgaciones del parlamento son en mayor o menor medida epítomes de los rationes decidendi elaborados por las courts of judicature durante un largo proceso que se prolongó sobre toda la historia del common law.2
Aquellos que estén familiarizados con la historia del common law inglés estarán de acuerdo en ser recordados que, por ejemplo, el Infant Relief Act de 1874 no hizo nada excepto reforzar la norma del common law de que los contratos infantiles son anulables por opción del infante. Para dar otro ejemplo, el Sale of Goods Act de 1893 volvió estatutaria la norma del common law para la cual cuando los bienes son vendidos mediante subasta, en ausencia de una intención expresamente contraria, la puja más alta constituye la oferta, y la caída del martillo constituye la aceptación. A su vez, varias otras promulgaciones como el Statute of Frauds de 1677 o la Law of Property Act de 1925 volvieron estatutarias otras normas del common law (como la norma de que ciertos contratos no tienen validez ejecutoria excepto que así sea evidenciado en las escrituras), y la Companies Act de 1948 obligando a los promotores de las compañías a revelar ciertos asuntos en sus prospectos constituyeron meramente una aplicación de un caso particular de algunas normas establecidas por las cortes en relación a la interpretación equivocada de los contratos. Sería redundante citar otros ejemplos que podrían ser mencionados.
Finalmente, como ya puntualizó Dicey, muchas constituciones y declaraciones modernas de derechos pueden ser consideradas, a su vez, no como la creación de nihilo de parte de Solones modernos, sino en mayor o menor medida como epítomes concienzudos de un conjunto de rationes decidendi que las courts of judicature en Inglaterra habían descubierto y aplicado paso a paso en decisiones concernientes a los derechos de individuos particulares.
El hecho de que tanto los códigos escritos como las constituciones, aunque se presenten como ley promulgada en el siglo XIX, reflejan en su contenido un proceso de creación de leyes basado esencialmente en el comportamiento espontáneo de individuos privados a lo largo de siglos y generaciones, pudo y aún puede inducir a los pensadores liberales a considerar la ley escrita (concebida como un conjunto de reglas generales redactadas de forma precisa) como un medio indispensable para la preservación de la libertad en nuestro tiempo.
De hecho, las reglas incorporadas en códigos escritos y en constituciones escritas podría aparecer como la mejor expresión de los principios liberales en tanto reflejaron un largo proceso histórico cuyo resultado no fue, en su esencia, una ley establecida por legisladores, sino elaborada por juristas o por jueces. Esto es describirla como una ley "elaborada por todos", de la variedad que el viejo Cato el Censor había exaltado como la causa principal de la grandeza del sistema romano.
El hecho de que las leyes promulgadas, aunque sean genéricamente formuladas, redactadas de forma precisa, teóricamente imparciales, e incluso ciertas, seguras, en algunos aspectos, podría también tener un contenido incompatible con la libertad individual, no fue tenido en cuenta por los proponentes continentales de los códigos escritos y especialmente de las constituciones escritas. Se convencieron que el Rechtsstaat o el état de droit (N. del T.: estado de derecho) se correspondía perfectamente con el Rule of Law inglés e incluso que eran preferibles a éste porque eran más claros, más comprehensivos, y con una formulación más precisa. Cuando el Rechtsstaat fue corrompido, esta convicción rápidamente mostró ser una ilusión.
En nuestro tiempo, grupos de toda clase han encontrado fácil, mientras han intentado cambiar el contenido de los códigos y las constituciones, pretender que aún estaban respetando la idea clásica del Rechsstaat, con su preocupación por la generalidad, la igualdad y la certeza de las reglas escritas aprobadas por diputados "representativos" del "pueblo" de acuerdo a la regla de las mayorías. La idea del siglo XIX de que el Juristenrecht del continente había sido reestablecido exitosamente e incluso reescrito más claramente en los códigos (y es más, que los principios subyacentes a la constitución elaborada por jueces del pueblo inglés habían sido transferidas en constituciones escritas promulgadas por cuerpos legislativos) ahora allanaba el camino hacia un nuevo concepto castrado del Rechsstaat: un estado de la ley en el cual las reglas tenían que ser promulgadas por la legislatura. El hecho de que, en los códigos y constituciones originales del siglo XIX, la legislatura se confinó básicamente a compendiar una ley que no había sido promulgada, fue gradualmente olvidado o considerado de poca significación comparado con el hecho de que tanto los códigos como las constituciones habían sido promulgados por las legislaturas, cuyos miembros eran "representantes" del pueblo.
De forma concomitante con este hecho hubo otro, también puntualizado por el profesor Ehrlich. El Juristenrecht introducido en los códigos había sido abreviado, pero en una forma en que los abogados contemporáneos fueran capaces de entenderlo fácilmente por referencia a un trasfondo judicial con el cual estaban perfectamente familiarizados previamente a la promulgación de los códigos3. Sin embargo, los abogados de la segunda generación ya no fueron capaces de hacer esto. Se acostumbraron a referirse mucho más al código en sí mismo que a su trasfondo histórico. Aridez y pobreza fueron, de acuerdo a Ehrlich, las características de los comentarios de la segunda y las subsecuentes generaciones de abogados continentales, evidencia del hecho de que la actividad de los abogados no puede mantenerse en un nivel alto si está basado sólamente en la ley escrita sin el trasfondo de una larga tradición.
La consecuencia más importante de esta tendencia fue que los pueblos del continente y hasta en cierto punto también de los países de habla inglesa, se acostumbraron más y más a concebir el conjunto de la ley como ley escrita, esto es, como una serie singular de promulgaciones de parte de cuerpos legislativos de acuerdo a la regla de las mayorías.
De esta manera, la ley como un todo comenzó a ser pensada como el resultado de grupos de decisión en lugar de decisiones inviduales, y algunos teóricos como el profesor Hans Kelsen fueron tan lejos como para incluso negar que sea posible hablar de conducta jurídica o política de parte de los individuos sin referencia a un conjunto de leyes coercitivas mediante las cuales toda conducta puede ser calificada de "legal" o no.
Otra consecuencia de este concepto reformador de la ley en nuestro tiempo fue que el proceso de elaboración de leyes ya no fue más considerado como principalmente conectado a la actividad teórica de parte de expertos, como jueces y abogados, sino como el simple deseo de las mayorías ganadoras en el seno de los cuerpos legislativos. El principio de "representación" parece asegurar a su vez una pretendida conexión entre las mayorías ganadoras y cada individuo en tanto es concebido como miembro del electorado. De esta manera, la participación de los individuos en el proceso de elaboración de leyes ha cesado de ser efectiva y se ha convertido más y más en una especie de ceremonia vacía que periódicamente toma lugar en las elecciones generales de un país.
El proceso espontáneo de creación de leyes antes de la promulgación de los códigos y las constituciones del siglo XIX no fué de ningún modo único si es considerado en relación a otros procesos espontáneos como el del lenguaje ordinario o el de las transacciones económicas del día a día o el de las modas cambiantes. Un rasgo característico de estos procesos es que son efectuados a través de una colaboración voluntaria de un número enorme de individuos cada uno de los cuales tiene una participación en el propio proceso de acuerdo a su predisposición y sus habilidades de mantener o incluso modificar las condiciones presentes de los asuntos económicos, el lenguaje o la moda. No hay grupos de decisión en este proceso que coaccionen a nadie a adoptar una nueva palabra en lugar de una vieja o usar un nuevo tipo de vestimenta en lugar de uno antiguo o preferir una película en lugar de un juego. Es cierto, la era actual ofrece el espectáculo de fuertes grupos de presión cuya propaganda es diseñada para hacer que la gente se engrane en nuevas transacciones económicas o adopte nuevas modas o incluso nuevas palabras o lenguajes tales como el Esperanto o el Volapuk. No podemos negar que estos grupos pueden jugar un papel muy importante en las elecciones de individuos particulares. Pero nunca es efectuado mediante coacción, Confundir presión y propaganda con coacción sería un error similar a aquel que observamos analizando ciertas otras confusiones relacionadas con el significado de "coacción", Algunas formas de presión pueden ser asociadas e incluso identificadas con la coacción. Pero éstas están siempre conectadas con coacción en el propio sentido de la palabra, como ocurre, por ejemplo, cuando los habitantes de un país tienen prohibido importar diarios y revistas foráneas o escuchar emisiones radiales extranjeras o simplemente irse del país. En esos casos la propaganda y la presión dentro de un país es muy similar a las formas de coacción propiamente dichas. La gente no puede oir la propaganda que le gustaría más, no puede hacer una selección de la información, y muchas veces no puede siquiera evitar escuchar las emisiones radiales o leer los periódicos editados bajo la dirección de sus gobernantes dentro del país.
Una situación similar surge en el campo de la economía cuando se conforman monopolios dentro de un país con la ayuda de la legislación (es decir, de grupos de decisión y restricciones forzadas) el propósito del cual, por ejemplo, es dificultar o limitar la importación de bienes producidos por potenciales competidores en países extranjeros. Aquí también de alguna manera los individuos son coercionados, pero la causa de esta coerción no es atribuible a ninguna acción o comportamiento de parte de individuos particulares en el proceso ordinario de colaboración espontánea que ya he descrito.
Casos especiales, como los dispositivos subliminares o publicidad invisible a través de ondas infrarrojas actuando en nuestros ojos y por tanto en nuestro cerebro, o propaganda obsesiva o aquella que uno no puede evitar ver u oir, pueden ser considerados como lo contrario a reglas comúnmente aceptadas en toda sociedad civilizada de forma de proteger a todos contra la coerción personal. Tales casos pueden ser correctamente considerados, por tanto, como instancias de coerción a ser evitadas aplicando reglas ya existentes en favor de la libertad individual.
Ahora, la legislación prueba ser al final un dispositivo mucho menos obvio y mucho menos usual de lo que aparenta ser si no prestamos atención a lo que sucede en otras áreas importantes de la acción humana y del comportamiento humano. Iría incluso tan lejos como para decir que la legislación, especialmente si es aplicada a las innumerables elecciones que los individuos hacen en su vida diaria, aparece como algo absolutamente excepcional e incluso contrario al resto de lo que sucede en las sociedades humanas. El más llamativo contraste entre la legislación y otros procesos de la actividad humana emerge siempre que la comparamos con los procedimientos de la ciencia. Diría incluso que es una de las más grandes paradojas de la civilización contemporánea: ha desarrollado métodos científicos a tan sorprendente nivel mientras que al mismo tiempo ha estado extendiendo, agregando y fomentando procedimientos antitéticos como los de las decisiones de grupo y la regla de las mayorías.
Ningún verdadero resultado científico ha sido nunca alcanzado a través de grupos de decisión y regla de mayorías. La historia entera de la ciencia moderna en Occidente evidencia el hecho de que ni mayorías, ni tiranos, ni la coacción puede prevalecer a largo plazo contra los individuos siempre que los últimos son capaces de demostrar, de alguna manera definida, que sus propias teorías científicas funcionan mejor que las de otros, y que su propia visión de las cosas resuelve problemas y dificultades mejor que otros, sin importar ni el número, ni la autoridad, ni el poder de los últimos. Ciertamente, la historia de la ciencia moderna, si es considerada desde este punto de vista, constituye la evidencia más convincente de la falla de los grupos de decisión y de las decisión de grupo basados en algún procedimiento coercitivo y más generalmente, de la falla del uso de la fuerza ejercida sobre individuos como una pretendida forma de promover el progreso científico y de obtener resultados científicos. El juicio de Galileo, en el amanecer de nuestra era científica, es en este sentido un símbolo de su historia completa, pues muchos juicios han sido actualmente desarrollados en varios países hasta el presente en los cuales se han hecho intentos de forzar a científicos individuales de abandonar cierta tesis. Pero ni una tesis científica ha sido, al final, establecida o reprobada como resultado del uso de la fuerza ejercida sobre científicos individuales por tiranos intolerantes o mayorías ignorantes.
Al contrario, la investigación científica es el más obvio ejemplo de un proceso espontáneo que implica la colaboración libre de innumerables individuos, cada uno de los cuales tiene una participación en él de acuerdo a su buena disposición y habilidades. El resultado total de esta colaboración nunca ha sido anticipada o planeada por individuos particulares o grupos. Nadie pudo incluso hacer un enunciado sobre cuál sería el resultado de tal colaboración sin establecerlo cuidadosamente no cada año, sino cada mes y cada día a través de la historia entera de la ciencia.
¿Qué hubiera pasado en los países de Occidente si el progreso científico hubiera sido confinado a grupos de decisión y reglas de mayorías basados en tales principios como la representación de los científicos concebidos como miembros de un electorado, por no hablar de la representación de la gente en su conjunto? Platón subrayó tal situación en su diálogo Politikos cuando contrastó la llamada ciencia de gobierno y las ciencias en general con las reglas escritas promulgadas por las mayorías en las antiguas democracias griegas. Uno de los personajes en el diálogo propone que las reglas de la medicina, de la navegación, de las matemáticas, de la agricultura, y de todas las ciencias y técnicas conocidas en su tiempo sean fijadas por reglas escritas (syngrammata) promulgadas por las legislaturas. Es claro, y así el resto de los personajes en el diálogo concluyen, que en tal caso las ciencias y técnicas desaparecerían sin esperanza de revivir, siendo prohibidas por una ley que entorpecería toda investigación, y la vida, agregan tristemente, que ya de por sí es difícil, devendría imposible.
Sí, la conclusión final de este diálogo de Platón es bien diferente. Aunque no podamos aceptar un estado de situación como éste en el campo científico, debemos, dice Platón, aceptarla en el campo de nuestra ley y nuestras instituciones. Nadie sería tan inteligente y tan honesto como para gobernar a sus pares ciudadanos ignorando las leyes escritas sin causar muchos más inconvenientes que un sistema de legislación rígida.
Esta conclusión inesperada es más bien similar a aquella de los autores de los códigos escritos y constituciones escritas del siglo XIX. Ambos, Platón, y estos teóricos, contrastaron la ley escrita con las acciones arbitrarias de un gobernante y mantuvieron que la primera era preferible a lo segundo, dado que ningún gobernante individual podría comportarse con sabiduría suficiente para asegurar el bien común de su país.
No objeto esta conclusión siempre y cuando aceptemos su premisa: que las órdenes arbitrarias de un tirano son la única alternativa a las leyes escritas.
Pero la historia nos provee de abundante evidencia para apoyar la conclusión de que esta alternativa no es ni la única ni la más significativa, abierta a aquellos que valoran la libertad individual. Hubiera sido mucho más consistente con la evidencia histórica apuntar a otra alternativa, por ejemplo, aquella entre reglas arbitrarias establecidas por individuos particulares o grupos, por un lado, y la participación espontánea en el proceso de creación de leyes de parte de todos y cada uno de los habitantes de un país, por el otro.
Si vemos la alternativa bajo esta luz, no hay duda de cuál es la elección en favor de la libertad individual, concebida como la condición de cada hombre haciendo sus propias elecciones sin ser forzado por nadie más a hacer involuntariamente lo que otros imponen.
A nadie le gustan las órdenes arbitrarias de parte de reyes, oficiales de estado, dictadores, etc. Pero la legislación no es el camino apropiado a la arbitrariedad, dado que la misma arbitrariedad puede ser y de hecho es ejercida en muchos casos con la ayuda de reglas escritas que las personas deben soportar, dado que nadie participa en el proceso de hacerlas excepto un puñado de legisladores.
El profesor Hayek, que es uno de los más eminentes partidarios de las reglas escritas, generales y ciertas en la actualidad como medio para contraponerse a la arbitrariedad, es él mismo perfectamente consciente del hecho de que el imperio de la ley (N. del T.: rule of law) no es suficiente para alcanzar el propósito de salvaguardar la libertad individual, y admite que no es condición suficiente para ella, dado que aún deja abierto un enorme campo de acción por parte del estado4.
Esta es también la razón por la cual los mercados libres y el comercio libre, como sistema lo más posible independiente de la legislación, debe ser considerado no sólo como el medio más eficiente de obtener la elección libre de bienes y servicios de parte de los individuos involucrados, sino también como modelo de cualquier otro sistema cuyo propósito sea permitir la libre elección individual, incluyendo aquellos relacionados con la ley y las instituciones legales.
Por supuesto, los sistemas basados en la participación voluntaria de todos y cada uno de los individuos involucrados no es una panacea. Las minorías existen en el mercado tanto como en cualquier otro área, y su participación en el proceso no es siempre satisfactoria, al menos hasta que sus miembros son lo suficientemente numerosos como para inducir a los productores a satisfacer sus demandas. Si quiero comprar un libro muy raro o un registro fonográfico muy raro en una pequeña villa, probablemente tendré que darme por vencido luego de algunos intentos, dado que ningún vendedor local de libros o registros es capaz de satisfacer mi solicitud. Pero esto no es en absoluto un defecto que los sistemas coercitivos puedan evitar, a menos que pensemos en aquellos sistemas utópicos ideados por reformadores socialistas y soñadores que se corresponden con la máxima: a cada uno según su necesidad.
La tierra de Utopía no ha sido aún descubierta. Por tanto, sería de poco uso criticar un sistema contrastándolo con sistemas no existentes que, tal vez, podrían evitar los defectos del primero.
Para resumir lo que he dicho en esta lectura: La libertad individual no puede ser consistente con "la voluntad común" siempre que ésta sea una farsa para conciliar el ejercicio del uso de la fuerza por mayorías de la variedad de Lawrence Lowell sobre minorías que, a su vez, nunca aceptarían la situación resultante si fueran libres de rechazarla.
Pero la libertad individual es consistente con la voluntad común siempre que su objecto sea compatible con el principio formulado en la regla: "No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a tí". En este caso, los grupos de decisión son compatibles con la libertad individual en tanto castigan y ofrecen reparación para clases de comportamiento que todos los miembros de un grupo desaprobarían, incluyendo las personas que manifiestan tal comportamiento si ellos mismos fueran víctimas de él.
Es más, la libertad individual puede ser consistente con los grupos de decisión y las decisiones de grupo en tanto éstos reflejan el resultado de la participación espontánea de todos los miembros de un grupo en la formación de una voluntad común, por ejemplo, en el proceso de creación de leyes independiente de la legislación. Pero la compatibilidad entre la libertad individual y la legislación es precaria debido a la contradicción potencial entre el ideal de la formación espontánea de una voluntad común y el de su establecimiento por medios coercitivos, como sucede habitualmente con la legislación
Finalmente, la libertad individual es perfectamente compatible con aquellos procesos cuyos resultados son la formación de una voluntad común sin recurso a los grupos de decisión y las decisiones de grupo. El lenguaje ordinario, las transacciones económicas del día a día, las costumbres, las modas, los procesos de creación espontánea de leyes y, sobre todo, la investigación científica, son los ejemplos más comunes y más convincentes de esta compatibilidad, de hecho, de esta conexión íntima, entre la libertad individual y la formación espontánea de la voluntad común.
En contraste con este modo espontáneo de determinar la voluntad común, la legislación aparece como un dispositivo menos eficiente para arribar a tal determinación, ya que se vuelve evidente cuando ponemos atención al imponente área dentro del cual la voluntad común ha sido espontáneamente determinada en los países de Occidente tanto en el pasado como en el presente.
La historia evidencia el hecho de que la legislación no constituye una alternativa apropiada a la arbitrariedad, sino que usualmente corre a lo largo de los mandatos vejativos de tiranos o mayorías arrogantes contra toda clase de procesos espontáneos de formación de una voluntad común en el sentido en que la he descrito.
Desde el punto de vista de los partidarios de la libertad individual no es sólo una cuestión de ser suspicaces de los oficiales y sus reglas, sino también de los legisladores. En este sentido, no podemos aceptar la famosa definición que Montesquieu dió a la libertad como "el derecho de hacer todo aquello que las leyes nos permiten hacer". Como Benjamin Constant remarcó en conexión con esto: "No hay duda que no hay libertad cuando las personas no pueden hacer aquello que las leyes les permiten hacer; pero las leyes pueden prohibir tantas cosas a tal punto de abolir la libertad misma."
Notas
1. Eugen Ehrlich, Juristische Logik (Tübingen: Mohr, 1918), p.166.
2. N. del T.: ver, por ejemplo, Una introducción al common law; Morineau, Marta.
3. Íbid., p. 167.
4. F. A. Hayek The Political Ideal of the Rule of Law (Cairo: Fiftieth Anniversary Commemoration Lectures, National Bank of Egypt, 1955), p.46. Virtualmente, la entera sustancia de este libro ha sido republicada en The Constitution of Liberty, por el mismo autor.
Monday, October 19, 2009
Por qué no votar la anulación de la ley de caducidad
Por
Wolvh Lórien
La razón es sencilla. Porque para asegurar que nunca más mediante un plebiscito se sancione una ley que establezca la caducidad de los crímenes de estado, primero, no se puede legitimar una herramienta para hacerlo, y segundo, porque si no se anula mediante un plebiscito, se forzaría el camino jurídico para la declaración de inconstitucionalidad de la ley, como ya empezó a hacerse en estos días. Este es el mecanismo más adecuado para descartar leyes que consienten los crímenes de estado o cualquier otra ley que en general viole los derechos de los individuos.
Esto último además sentaría el precedente de contrapeso jurídico a la ley de las mayorías que tanto daño hace a las sociedades, que tanta división genera, sobre todo cuando se la instituye con poder absoluto, como en el Uruguay. Sería además un paso importante para instituir una suprema corte que participe más activamente en su función contra los abusos de los otros dos poderes. Y todo esto le convendría a todos, porque si un día alguien cree que sale perdiendo porque la suprema corte invalida una ley o decreto que le beneficia a costa del perjuicio de otros y que haya sido votada o legitimada con una mayoría, saldrá ganando en cambio cuando el poder lo detenten opiniones opuestas que a su vez pretendan imponer condiciones perjudiciales a la minoría a la que ese alguien pertenece, y encontrará en el poder jurídico una defensa contra ese avasallamiento.
Lamentablemente el votante uruguayo, y en general el votante latinoamericano, piensa de otra manera. Piensa en términos de mayorías, en términos de dominar las voluntades de los que piensan diferente, para someterlos a la opinión propia. Así que no espero mucho de él. Lo veo todo el tiempo en los simpatizantes de todos los partidos políticos, y lo veo sobre todo en los simpatizantes de un gobierno que ha contado con la mayoría parlamentaria absoluta como hace mucho tiempo ninguno contaba. El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, decía Lord Acton. Y no solo a los gobernantes con poderes absolutos, sino también a sus simpatizantes, que justifican con fanatismo todas las acciones de sus líderes en el gobierno sin importar su medida. Pues corrupción no significa sólamente cometer delitos previstos en el código penal, sino también usar el poder para legalizar procedimientos que violan los derechos de las minorías o los invididuos particulares, estableciendo desigualdades legales.
Todos iguales ante la ley. Eso es lo que todos queremos, ¿no? ¿o es sólo un slogan para usar contra los enemigos de turno? ¿O dictadura es sólo cuando quien detenta el poder absoluto es el enemigo político? Yo no soy republicano, pero antes que vivir en una sociedad donde manda el más fuerte, prefiero hacerlo en una república. Y Uruguay dista mucho de ser una.
Y para que lo sea se necesita ponerle límites a la ley de las mayorías, ley capaz de avasallar lo que sea y sancionar engendros jurídicos y morales como la caducidad de los crímenes de estado, entre muchos otros lastres de esta sociedad, que se fueron pergeniando e institucionalizando durante la mayor parte de los casi dos siglos de historia de este país, incluyendo a este último gobierno, que se vanagloria de haber llegado para cambiar las cosas.
En resumen, me parece bien que se anule la ley de caducidad. Pero me parece mejor aún que no se anule, y que la suprema corte declare la inaplicabilidad de la ley para cada caso cada vez que el demandante así lo requiera (que va a ser siempre). De esta forma, se eliminan dos pájaros de un tiro: la ley de caducidad (no anulada, pero sin efecto práctico) y la supremacía absoluta del mecanismo que la promulgó: la ley de mayorías.
Esto último además sentaría el precedente de contrapeso jurídico a la ley de las mayorías que tanto daño hace a las sociedades, que tanta división genera, sobre todo cuando se la instituye con poder absoluto, como en el Uruguay. Sería además un paso importante para instituir una suprema corte que participe más activamente en su función contra los abusos de los otros dos poderes. Y todo esto le convendría a todos, porque si un día alguien cree que sale perdiendo porque la suprema corte invalida una ley o decreto que le beneficia a costa del perjuicio de otros y que haya sido votada o legitimada con una mayoría, saldrá ganando en cambio cuando el poder lo detenten opiniones opuestas que a su vez pretendan imponer condiciones perjudiciales a la minoría a la que ese alguien pertenece, y encontrará en el poder jurídico una defensa contra ese avasallamiento.
Lamentablemente el votante uruguayo, y en general el votante latinoamericano, piensa de otra manera. Piensa en términos de mayorías, en términos de dominar las voluntades de los que piensan diferente, para someterlos a la opinión propia. Así que no espero mucho de él. Lo veo todo el tiempo en los simpatizantes de todos los partidos políticos, y lo veo sobre todo en los simpatizantes de un gobierno que ha contado con la mayoría parlamentaria absoluta como hace mucho tiempo ninguno contaba. El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, decía Lord Acton. Y no solo a los gobernantes con poderes absolutos, sino también a sus simpatizantes, que justifican con fanatismo todas las acciones de sus líderes en el gobierno sin importar su medida. Pues corrupción no significa sólamente cometer delitos previstos en el código penal, sino también usar el poder para legalizar procedimientos que violan los derechos de las minorías o los invididuos particulares, estableciendo desigualdades legales.
Todos iguales ante la ley. Eso es lo que todos queremos, ¿no? ¿o es sólo un slogan para usar contra los enemigos de turno? ¿O dictadura es sólo cuando quien detenta el poder absoluto es el enemigo político? Yo no soy republicano, pero antes que vivir en una sociedad donde manda el más fuerte, prefiero hacerlo en una república. Y Uruguay dista mucho de ser una.
Y para que lo sea se necesita ponerle límites a la ley de las mayorías, ley capaz de avasallar lo que sea y sancionar engendros jurídicos y morales como la caducidad de los crímenes de estado, entre muchos otros lastres de esta sociedad, que se fueron pergeniando e institucionalizando durante la mayor parte de los casi dos siglos de historia de este país, incluyendo a este último gobierno, que se vanagloria de haber llegado para cambiar las cosas.
En resumen, me parece bien que se anule la ley de caducidad. Pero me parece mejor aún que no se anule, y que la suprema corte declare la inaplicabilidad de la ley para cada caso cada vez que el demandante así lo requiera (que va a ser siempre). De esta forma, se eliminan dos pájaros de un tiro: la ley de caducidad (no anulada, pero sin efecto práctico) y la supremacía absoluta del mecanismo que la promulgó: la ley de mayorías.
Wednesday, December 26, 2007
Austrian Diary
Por
Wolvh Lórien
Dic 26, 2007. Informe del senado de EEUU reúne la opinión de alrededor de 400 científicos sobre el calentamiento global.
Desde que hizo su aparición el famoso documental de Al Gore, se acumulan las críticas y los registros, provenientes del mismo ámbito científico, que apuntan a restarle credibilidad a la teoría de la relación entre el calentamiento global y la actividad humana. Más registros climáticos que no encajan con los modelos del calentamiento global; más evidencias geológicas que sugieren que los cambios climáticos como el actual son cíclicos, con períodos de enfriamiento y calentamiento, desde hace al menos cientos de miles de años; más evidencias de la relación entre el sol, el cosmos y el clima terrestre; críticas incluso a la falta de rigurosidad en la metodología utilizada para "demostrar" la teoría del calentamiento global del IPCC. Algunas de esas críticas fueron adelantadas en un post que envié hace unos meses, el cual provocó reacciones de algún que otro fanático creyente. Incluso parece ser que los registros de aumento de temperatura son anteriores al 2001, puesto que desde 1998 la temperatura global media no se habría incrementado de acuerdo a mediciones efectuadas con otras metodologías.
En este informe, el senado de los EEUU reúne centenares de opiniones, enlaces a papers, publicaciones, investigaciones, etc, provenientes todos del ámbito científico, incluso de ex-personal del IPCC, que cuestionan las teorías y procedimientos en las que se fundamenta esta organización.
Dic 24, 2007. Pequeño triunfo del imperio de la ley e independencia de poderes.
Cuesta un poco creer que en un país como Uruguay donde impera el capricho de los políticos y los grupos de presión, sucedan cosas tan pequeñas pero tan importantes como éstas, que nos hacen recordar que aún el imperio de la ley (rule of law) vive. De ahora en más, los tribunales de apelación en lo civil fallarán a favor de los desalojos de las empresas ocupadas por los trabajadores, de acuerdo a la teoría del abogado Larrañaga Zeni, autor del libro "Las nuevas reglas laborales: oocupación de empresas, tercerización y prescripción laboral".
Una sociedad sólo puede funcionar bajo reglas claras, que no cambian con el capricho de los políticos, y que se cumplan siempre, y no de acuerdo a quién beneficia y quién perjudica. Este es un pequeño paso, pero muy importante, en un país donde el poder político históricamente ha intentado manipular las decisiones judiciales en favor de los grupos de presión que representa.
Desde que hizo su aparición el famoso documental de Al Gore, se acumulan las críticas y los registros, provenientes del mismo ámbito científico, que apuntan a restarle credibilidad a la teoría de la relación entre el calentamiento global y la actividad humana. Más registros climáticos que no encajan con los modelos del calentamiento global; más evidencias geológicas que sugieren que los cambios climáticos como el actual son cíclicos, con períodos de enfriamiento y calentamiento, desde hace al menos cientos de miles de años; más evidencias de la relación entre el sol, el cosmos y el clima terrestre; críticas incluso a la falta de rigurosidad en la metodología utilizada para "demostrar" la teoría del calentamiento global del IPCC. Algunas de esas críticas fueron adelantadas en un post que envié hace unos meses, el cual provocó reacciones de algún que otro fanático creyente. Incluso parece ser que los registros de aumento de temperatura son anteriores al 2001, puesto que desde 1998 la temperatura global media no se habría incrementado de acuerdo a mediciones efectuadas con otras metodologías.
En este informe, el senado de los EEUU reúne centenares de opiniones, enlaces a papers, publicaciones, investigaciones, etc, provenientes todos del ámbito científico, incluso de ex-personal del IPCC, que cuestionan las teorías y procedimientos en las que se fundamenta esta organización.
Dic 24, 2007. Pequeño triunfo del imperio de la ley e independencia de poderes.
Cuesta un poco creer que en un país como Uruguay donde impera el capricho de los políticos y los grupos de presión, sucedan cosas tan pequeñas pero tan importantes como éstas, que nos hacen recordar que aún el imperio de la ley (rule of law) vive. De ahora en más, los tribunales de apelación en lo civil fallarán a favor de los desalojos de las empresas ocupadas por los trabajadores, de acuerdo a la teoría del abogado Larrañaga Zeni, autor del libro "Las nuevas reglas laborales: oocupación de empresas, tercerización y prescripción laboral".
Una sociedad sólo puede funcionar bajo reglas claras, que no cambian con el capricho de los políticos, y que se cumplan siempre, y no de acuerdo a quién beneficia y quién perjudica. Este es un pequeño paso, pero muy importante, en un país donde el poder político históricamente ha intentado manipular las decisiones judiciales en favor de los grupos de presión que representa.
Tuesday, December 11, 2007
Elogio del Common Law
Por
Wolvh Lórien
Elogio del Common Law, por Francisco Moreno (publicado en liberalismo.org).
Excelente artículo sobre el origen y desarrollo del sistema del common law inglés y el concepto del rule of law (imperio de la ley). He hablado antes en diversas ocasiones sobre estos principios jurídicos en mis comentarios, en mi blog y en otros, y también en el post introductorio sobre el tema, hace unos meses, en el que transcribí un pasaje de Jesús Huerta de Soto, sobre el surgimiento de los principios tradicionales del derecho.
El estudio y conocimiento de las instituciones, su historia, su evolución, y sus formas es fundamental para todo economista y para todo aquel que quiera entender el origen de las debilidades, desequilibrios y conflictos institucionales de la sociedad en la que vive.
Los latinoamericanos tenemos mucho que aprender de la tradición anglosajona. Hay mucho más en las leyes y el derecho que la mera legislación, instrumento que en mayor o menor medida, no ha servido para defender las libertades sino para socavarlas. Las sociedades latinoamericanas han sufrido sistemáticamente desequilibrios y quiebres institucionales. La concentración del poder es un tema de gran actualidad.
Y tiene una clara explicación: una sociedad sin cultura de libertad, una tradición jurídica esencialmente verticalista, dependiente del poder político, funcional al poder de turno, al caudillismo, a los grupos de presión, al sindicalismo o al socialismo. Una sociedad regida por el principio del autoritarismo, por la doctrina del leviatán hobbesiano, un poder por encima de los hombres, por fuera de la ley, que dicta las leyes y las impone. Una sociedad regida por el principio de que su ciclo vital consiste en la lucha de los grupos de presión por alcanzar el poder o presionar al gobierno, para lograr sus reivindicaciones en perjuicio del resto de la sociedad.
A eso le llaman libertad y democracia. A poder satisfacer sus deseos por medio del sometimiento del otro. Y así están o han pasado nuestras sociedades, de dictadura en dictadura, o fundamentadas en la concentración de poder, igualmente disfrazada de democracia, con instituciones débiles y permanentemente amenazadas por el sistema político que sufre de incontinencia legislativa, como si el mero decreto de leyes por sí mismo solucionara los problemas.
Voy a escribir más sobre el tema en el futuro, pero recomiendo la lectura del artículo de Moreno. Previamente, si no lo han leido, el pasaje referido de Huerta de Soto.
Excelente artículo sobre el origen y desarrollo del sistema del common law inglés y el concepto del rule of law (imperio de la ley). He hablado antes en diversas ocasiones sobre estos principios jurídicos en mis comentarios, en mi blog y en otros, y también en el post introductorio sobre el tema, hace unos meses, en el que transcribí un pasaje de Jesús Huerta de Soto, sobre el surgimiento de los principios tradicionales del derecho.
El estudio y conocimiento de las instituciones, su historia, su evolución, y sus formas es fundamental para todo economista y para todo aquel que quiera entender el origen de las debilidades, desequilibrios y conflictos institucionales de la sociedad en la que vive.
Los latinoamericanos tenemos mucho que aprender de la tradición anglosajona. Hay mucho más en las leyes y el derecho que la mera legislación, instrumento que en mayor o menor medida, no ha servido para defender las libertades sino para socavarlas. Las sociedades latinoamericanas han sufrido sistemáticamente desequilibrios y quiebres institucionales. La concentración del poder es un tema de gran actualidad.
Y tiene una clara explicación: una sociedad sin cultura de libertad, una tradición jurídica esencialmente verticalista, dependiente del poder político, funcional al poder de turno, al caudillismo, a los grupos de presión, al sindicalismo o al socialismo. Una sociedad regida por el principio del autoritarismo, por la doctrina del leviatán hobbesiano, un poder por encima de los hombres, por fuera de la ley, que dicta las leyes y las impone. Una sociedad regida por el principio de que su ciclo vital consiste en la lucha de los grupos de presión por alcanzar el poder o presionar al gobierno, para lograr sus reivindicaciones en perjuicio del resto de la sociedad.
A eso le llaman libertad y democracia. A poder satisfacer sus deseos por medio del sometimiento del otro. Y así están o han pasado nuestras sociedades, de dictadura en dictadura, o fundamentadas en la concentración de poder, igualmente disfrazada de democracia, con instituciones débiles y permanentemente amenazadas por el sistema político que sufre de incontinencia legislativa, como si el mero decreto de leyes por sí mismo solucionara los problemas.
Voy a escribir más sobre el tema en el futuro, pero recomiendo la lectura del artículo de Moreno. Previamente, si no lo han leido, el pasaje referido de Huerta de Soto.
Wednesday, May 09, 2007
Propiedad privada, Propiedad Común y Anarquismo
Por
Wolvh Lórien
Quien haya estado siguiendo los últimos artículos publicados en este espacio notará que le estoy prestando especial atención al problema de la propiedad privada. En el primer artículo de ellos, La Sociedad Libre, mostrábamos como la propiedad privada entendida en su expresión más radical puede ser instrumento para alcanzar una sociedad anarquista, es decir, libre de cualquier poder hegemónico, en el que un grupo de individuos le impone leyes al resto por medio de instrumentos políticos y los sistemas elaborados para legitimar ese poder. En este sentido, da lo mismo que dicho sistema sea una asamblea con democracia directa, una democracia representativa, una monarquía, una dictadura o una oligarquía. En todos los casos, sin excepción, un grupo de individuos cree legítimo imponerle leyes al resto de los individuos, incluyendo los que no piensan como ellos y que se organizarían por medio de otras leyes. Hasta la asamblea más democrática no es más que otra expresión de esta situación, en la que, en cada instancia, una mayoría le impone al resto su parecer. Muchos intentan no ver este hecho introduciendo en sus argumentos la idea del consenso. Según los defensores de la democracia directa, se debe alcanzar un consenso en el que al final todos terminen estando de acuerdo, o casi todos. Pero no consideran ni quieren admitir el hecho de que los individuos humanos son demasiado heterogéneos como para que tal cosa sea posible. Y que incluso, aún cuando se consiga un consenso, simplemente se consigue por el sólo hecho de que al final las minorías se someten voluntariamente a la desición de las mayorías. Sólo que, para dar la imagen de consenso y de que la democracia directa funciona, terminan levantando la mano para aceptar algo con lo que no están de acuerdo. El consenso en una asamblea constituye entonces una capa más de legitimación que no hace otra cosa que encubrir el hecho de que hay una minoría sometiéndose a la decisión de una mayoría.
A menos, por supuesto, que se permita a los individuos que no estén de acuerdo con la decisión, a seguir su propio camino, y establecer su propio orden jurídico o unirse a otro preexistente. Pero surgen algunas preguntas. El individuo en cuestión, ¿puede llevarse consigo sus posesiones? ¿puede de hecho establecer su propio orden jurídico? ¿pueden existir otros órdenes jurídicos?
Sólo bajo un marco general de propiedad privada es posible responder positivamente a estas preguntas. La propiedad común por sí misma no es compatible con una sociedad anarquista, porque desde el momento en que es común, aunque sea planteado como lo plantean los proudhodianos, con separación entre propiedad común y posesión privada, se están imponiendo límites al usufructuo.
Si a un posesionario se le permitiera aplicar el orden jurídico que más le guste en su posesión, entonces puede establecer que esa posesión ya no es más propiedad común. Pero desde el momento en que esto fuera posible, el principio jurídico de propiedad común pierde sentido. Y desde el momento en que no se le permite esa arbitrariedad al posesionario, éste en principio no tiene otro remedio que mantenerse sometido a la instancia que impone los límites del usufructuo.
Un anarquista defensor de la propiedad común podrá responder a esto que la idea es que la aceptación de la propiedad común y la aceptación del consenso sea voluntaria, no impuesta. Estamos de acuerdo. Pero la única manera de que sea posible la decisión voluntaria, es que por un lado exista la alternativa de elegir o crear otro orden jurídico que no implique propiedad común. Si en todo el mundo rigiera un orden jurídico en donde se establezca la propiedad común, no sería posible elegir otra cosa distinta.
Y por el otro, siempre queda planteado el problema de qué pasa con las posesiones del individuo una vez que decide alejarse de una sociedad con un orden jurídico de propiedad común, incluso aunque busque establecer otra sociedad basada en esta forma de propiedad. Cuáles son los límites del usufructuo privado (si es que existe), y qué criterio utilizar para decidir cuáles posesiones son de propiedad común y cuáles son de propiedad privada del individuo, o en su defecto, cuáles puede separar de la sociedad. Al no existir, o existir de forma limitada, la propiedad privada, es decir, la libre decisión del individuo en cuanto a sus posesiones, toda decisión en este sentido queda subordinada a la decisión de algun principio hegemónico.
En cambio, bajo el principio jurídico de la propiedad privada, una propiedad puede ser declarada común fronteras adentro, para los miembros de la sociedad que quiera vivir de esa manera, mientras que el hecho de que fronteras afuera sea propiedad privada, le garantiza a los individuos de esa sociedad que su propiedad común y sus leyes van a ser respetados por la sociedad exterior.
Nos encontramos entonces frente al hecho de que en una sociedad libre de hegemonías, el principio jurídico de la propiedad común debe fundamentarse en el principio jurídico más general de la propiedad privada, y que por lo tanto, el primero puede existir no sólo perfectamente, sino más convenientemente, en el marco del segundo. Y aún así, queda sin resolver el problema de cómo una sociedad fundamentada en la propiedad común pueda organizarse sin un principio hegemónico que decida los alcances del usufructuo privado.
En adición a estos cuestionamientos, el principio de la propiedad común está ligado a problemas económicos irresolubles que analizaremos en una próxima ocasión.
Monday, March 26, 2007
El surgimiento de los principios tradicionales del derecho según Menger, Hayek y Leoni
Por
Wolvh Lórien
En mi último post, inauguré en forma introductoria esta nueva sección de lectura seleccionada, en la que periódicamente voy a publicar textos seleccionados de diversos autores libertarios. En ese primer post me dediqué más a exponer mi camino por la lectura de los autores austríacos, pero al menos lo sentencié con el prólogo a la tercera edición de Dinero, Crédito Bancario y Ciclos Económicos, de Jesus Huerta de Soto, como para que el lector tenga una idea de los temas tratados en esa obra.
La idea de esta nueva sección es transcribir textos cortos que por su claridad, intuición y brevedad me parecen lectura excelente para adentrarse en la filosofía libertaria y el sostén teórico que debe tener para convencer a las personas que no estamos hablando meramente de discusiones utópicas. Espero sirva para promover la comprensión del pensamiento libertario, ya que el rechazo a él proviene en gran medida del desconocimiento de los autores y sus trabajos.
En esta primera entrega, el turno es de Jesus Huerta de Soto. Un autor hispano, de la línea de la escuela austríaca de economía. Estudió con Murray Rothbard, entre otros, como para ir presentando sus credenciales. Pero me ha dado una enorme sorpresa pues pienso que lo superó en todo lo que podría ser superado. En Huerta de Soto se encuentra lo que considero --y ahora sí puedo decirlo con propiedad-- la más acabada teoría sobre el sistema bancario y los ciclos económicos, incluyendo elaboradas refutaciones a otras visiones, especialmente la keynesiana. Además, a diferencia de la rama anglosajona --al menos de los que he leido hasta el momento--, encuentro en Huerta de Soto un especial hincapié en el carácter empírico de la praxeología, en la contrastación empírica y en el origen evolutivo de las instituciones jurídicas, en contraste con el iusnaturalismo de Rothbard y otros autores.
Precisamente, en relación al origen de las instituciones jurídicas, es que transcribo el siguiente texto, El surgimiento de los principios tradicionales del derecho según Menger, Hayek y Leoni, que se puede encontrar en la mencionada obra de Huerta de Soto, en la página 23.
El surgimiento de los principios tradicionales del derecho según Menger, Hayek y Leoni
Los principios universales y tradicionales del derecho que hemos explicado en el apartado anterior en relación con el contrato de depósito irregular no han surgido en el vacío, ni son resultado de ningún conocimiento a priori. Y es que el derecho, entendido como conjunto de normas e instituciones a las que de manera constante, repetitiva y pautada se adaptan los comportamientos de los seres humanos, se ha ido formando y depurando de una manera evolutiva y consuetudinaria. Quizá sea una de las aportaciones más importantes de Carl Menger el haber desarrollado toda una teoría económica de las instituciones sociales, de acuerdo con la cual éstas surgen como resultado de un proceso evolutivo en el que interactúan innumerables seres humanos, cada uno de ellos provisto de su pequeño acervo exclusivo y privativo de conocimientos subjetivos, experiencias prácticas, anhelos, preocupaciones, objetivos, dudas, sensaciones, etc. Surge así de manera evolutiva y espontánea una serie de comportamientos pautados o instituciones que, no sólo en el campo jurídico, sino también en el económico y lingüístico, hacen posible la vida en sociedad. Menger descubrió que el surgimiento de las instituciones es el resultado de un proceso social constituido por una multiplicidad de acciones humanas y que siempre se encuentra liderado por un pequeño, en términos relativos, grupo de seres humanos concretos de carne y hueso que, en sus circunstancias históricas particulares de tiempo y lugar, son capaces de descubrir antes que los demás que logran más fácilmente sus fines adoptando y realizando determinados comportamientos pautados. Se pone de esta forma en funcionamiento un proceso descentralizado de prueba y error en el que tienden a preponderar a lo largo de diversas generaciones los comportamientos que mejor coordinan los desajustes sociales, de manera que, a través de un proceso social inconsciente de aprendizaje e imitación, el liderazgo iniciado por los seres humanos más creatvos y exitosos en sus acciones se extiende y es seguido por el resto de los miembros de la sociedad. Además, en este proceso evolutivo, aquellas sociedades que antes incorporan los principios e instituciones más adecuados tienden a extenderse y preponderar sobre los otros grupos sociales. Aunque Menger desarrolla su teoría aplicándola a una institución económica concreta, la del surgimiento y evolución del dinero, también menciona que el mismo esquema teórico esencial puede aplicarse, sin mayores dificultades, para explicar el surgimiento y evolución del lenguaje, y también al campo que ahora más nos interesa de las instituciones jurídicas. Se da así la paradójica realidad de que las instituciones que son más importantes y esenciales para la vida del hombre en sociedad (morales, jurídicas, económicas y lingüísticas) no son creaciones deliberadas del hombre mismo, pues éste carece de la necesaria capacidad intelectual para asimilar el enorme volumen de información dispersa que las mismas conllevan y generan. Por el contrario, estas instituciones forzosamente van surgiendo de manera espontánea y evolutiva del proceso social de interacciones humanas que, para Menger, constituye precisamente el campo que ha de ser objeto de investigación de la ciencia económica1.
Estas intuiciones de Menger fueron desarrolladas posteriormente, por F.A. Hayek en sus diferentes trabajos sobre los fundamentos de la ley y las instituciones jurídicas2 y, sobre todo, por el catedrático italiano de ciencia política Bruno Leoni, que ha sido el primero en integrar, dentro de una teoría sintética sobre la filosofía del derecho, la teoría económica de los procesos sociales desarrollada por Menger y la Escuela Austríaca, con la tradición jurídica romana de más rancio abolengo, y la tradición anglosajona de la rule of law.
En efecto, la gran aportación de Bruno Leoni consiste en haber puesto de manifiesto que la teoría austríaca sobre el surgimiento y la evolución delas instituciones sociales no sólo cuenta con una perfecta ilustración en el fenómeno del derecho consuetudinario, sino que, además, ya había sido previamente conocida y articulada por la escuela jurídica clásica del derecho romano.3 Así, Leoni, citando a Catón por boca de Cicerón, señala expresamente cómo los juristas romanos ya eran conscientes de que el derecho romano no se debía a la creación personal de un solo hombre, sino que muchos, a través de una serie de siglos y generaciones, puesto que «no ha habido nunca en el mundo un hombre tan inteligente como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar todos los cerebros en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste imposible tener en cuenta todo al mismo tiempo, sin haber acumulado la experiencia que se deriva de la práctica en el transcurso de un largo período de la historia».4 En suma, para Leoni, el derecho surge como resultado de una serie continua de tentativas, en las que cada individuo tiene en cuenta sus propias circunstancias y el comportamiento de los demás, perfeccionándose a través de un proceso selectivo y evolutivo.5
[1] Carl Menger, Untersuchungen über due Methode der Socialwissenschaften und der Politischen Ökonomie insbesondere, Duncker & Humblot, Leipzig 1883, y en especial, la página 182. El propio Menger expresa impecablemente de la siguiente manera la nueva pregunta que pretende contestar el programa de investigación científica que propone la economía: «¿Cómo es posible que las instituciones que mejor sirven al bien común y que son más extremadamente significativas para su desarrollo hayan surgido sin la intervención de una voluntad común y deliberada para crearlas?» (pp. 163-165). La exposición más sintética, y quizás más brillante, de la teoría de Menger sobre el origen evolutivo del dinero se encuentra en su artículo publicado en inglés con el título «On the Origin of Money», Economic Journal, junio de 1892. pp. 239-255. Este artículo ha sido muy recientemente reeditado por Israel M. Kirzner en su Classics in Austrian Economics: A Sampling in the History of a Tradition, William Pickering, Londres 1994, vol. I, pp. 91-106. En español, puede consultarse además al propio Carl Menger en «Teoría del dinero», cap. VIII de Principios de economía política, 2.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1997, reproducido en Jesus Huerta de Soto (ed.), Lecturas de economía política, Union Editorial, Madrid 1986, vol. I, pp. 213-238.
[2] F.A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, 5.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1990; Derecho, legislación y libertad, 3 volúmenes, Unión Editorial, Madrid 1976-1982; y La fatal arrogancia: los errores del socialismo, Unión Editorial, Madrid 1990 (2.ª ed.,1997).
[3] Véase Jesus Huerta de Soto, Estudios de economía política, ob. cit. cap. X, pp. 121-128, así como la segunda edición española del libro de Bruno Leoni La libertad y la ley, Unión Editorial, Madrid 1995, cuyo conocimiento es esencial para todo jurista y para todo economista.
[4] Véase en latín, Marco Tulio Cicerón, De re publica, II, 1-2, The Loeb Classical Library, Cambridge, Massachussets, 1961, pp. 111-112. Existe una buena traducción al español de Antonio Fontán, Sobre la república, Gredos, Madrid 1974, pp. 86-87. No obstante, considero algo más adecuada la traducción del párrafo citado realizada por Bruno Leoni, y que es, básicamente, la que reproducimos en este texto. Véase Bruno Leoni, La libertad y la ley, 2.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1995, p. 108. Se trata de la traducción al español del libro Freedom and the Law (1.ª ed,. D. Van Nostrand Co., 1961; 3.ª ed., ampliada, Liberty Fund, Indianápolis 1991). El libro de Leoni es excepcional desde todo punto de vista., no sólo por poner de manifiesto el paralelismo existente, por un lado, entre el mercado y el derecho consuetudinario o common law, y por otro, entre la legislación positiva y el socialismo, sino además porque fue el primer jurista en darse cuenta de que el argumento de Ludwig von Mises sobre la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo no es sino un caso particular del «principio más general, según el cual ningún legislador podría establecer por sí mismo, sin algún tipo de colaboración continua por parte de todo el pueblo involucrado, las normas que regulan la conducta de cada uno en esa perpetua cadena de relaciones que todos tenemos con todos» (p. 28). Sobre la obra de Bruno Leoni, fundador de la prestigiosa revista Il politico en 1950, debe consultarse el Omaggio a Bruno Leoni, editado por Pasquale Scaramozzino, Ed. A. Giuffrè, Milán 1969, así como el artículo «Bruno Leoni in Retrospect» de Peter H. Aranson, Harvard Journal of Law and Public Policy, verano 1988. Leoni fue un hombre multifacético que desarrolló una intensa actividad en los campos universitario, de la abogacía, la empresa, la arquitectura, la música y la lingüística. Falleció trágicamente asesinado por uno de sus inquilinos al que intentaba cobrar la renta, la noche del 21 de noviembre de 1967, cuando contaba 54 años de edad.
[5] En italiano, Bruno Leoni, «Diritto e politica», en sus Scritti di scienza politica e teoria del diritto, A. Giuffrè, Milán 1980, p. 240.
La idea de esta nueva sección es transcribir textos cortos que por su claridad, intuición y brevedad me parecen lectura excelente para adentrarse en la filosofía libertaria y el sostén teórico que debe tener para convencer a las personas que no estamos hablando meramente de discusiones utópicas. Espero sirva para promover la comprensión del pensamiento libertario, ya que el rechazo a él proviene en gran medida del desconocimiento de los autores y sus trabajos.
En esta primera entrega, el turno es de Jesus Huerta de Soto. Un autor hispano, de la línea de la escuela austríaca de economía. Estudió con Murray Rothbard, entre otros, como para ir presentando sus credenciales. Pero me ha dado una enorme sorpresa pues pienso que lo superó en todo lo que podría ser superado. En Huerta de Soto se encuentra lo que considero --y ahora sí puedo decirlo con propiedad-- la más acabada teoría sobre el sistema bancario y los ciclos económicos, incluyendo elaboradas refutaciones a otras visiones, especialmente la keynesiana. Además, a diferencia de la rama anglosajona --al menos de los que he leido hasta el momento--, encuentro en Huerta de Soto un especial hincapié en el carácter empírico de la praxeología, en la contrastación empírica y en el origen evolutivo de las instituciones jurídicas, en contraste con el iusnaturalismo de Rothbard y otros autores.
Precisamente, en relación al origen de las instituciones jurídicas, es que transcribo el siguiente texto, El surgimiento de los principios tradicionales del derecho según Menger, Hayek y Leoni, que se puede encontrar en la mencionada obra de Huerta de Soto, en la página 23.
El surgimiento de los principios tradicionales del derecho según Menger, Hayek y Leoni
Los principios universales y tradicionales del derecho que hemos explicado en el apartado anterior en relación con el contrato de depósito irregular no han surgido en el vacío, ni son resultado de ningún conocimiento a priori. Y es que el derecho, entendido como conjunto de normas e instituciones a las que de manera constante, repetitiva y pautada se adaptan los comportamientos de los seres humanos, se ha ido formando y depurando de una manera evolutiva y consuetudinaria. Quizá sea una de las aportaciones más importantes de Carl Menger el haber desarrollado toda una teoría económica de las instituciones sociales, de acuerdo con la cual éstas surgen como resultado de un proceso evolutivo en el que interactúan innumerables seres humanos, cada uno de ellos provisto de su pequeño acervo exclusivo y privativo de conocimientos subjetivos, experiencias prácticas, anhelos, preocupaciones, objetivos, dudas, sensaciones, etc. Surge así de manera evolutiva y espontánea una serie de comportamientos pautados o instituciones que, no sólo en el campo jurídico, sino también en el económico y lingüístico, hacen posible la vida en sociedad. Menger descubrió que el surgimiento de las instituciones es el resultado de un proceso social constituido por una multiplicidad de acciones humanas y que siempre se encuentra liderado por un pequeño, en términos relativos, grupo de seres humanos concretos de carne y hueso que, en sus circunstancias históricas particulares de tiempo y lugar, son capaces de descubrir antes que los demás que logran más fácilmente sus fines adoptando y realizando determinados comportamientos pautados. Se pone de esta forma en funcionamiento un proceso descentralizado de prueba y error en el que tienden a preponderar a lo largo de diversas generaciones los comportamientos que mejor coordinan los desajustes sociales, de manera que, a través de un proceso social inconsciente de aprendizaje e imitación, el liderazgo iniciado por los seres humanos más creatvos y exitosos en sus acciones se extiende y es seguido por el resto de los miembros de la sociedad. Además, en este proceso evolutivo, aquellas sociedades que antes incorporan los principios e instituciones más adecuados tienden a extenderse y preponderar sobre los otros grupos sociales. Aunque Menger desarrolla su teoría aplicándola a una institución económica concreta, la del surgimiento y evolución del dinero, también menciona que el mismo esquema teórico esencial puede aplicarse, sin mayores dificultades, para explicar el surgimiento y evolución del lenguaje, y también al campo que ahora más nos interesa de las instituciones jurídicas. Se da así la paradójica realidad de que las instituciones que son más importantes y esenciales para la vida del hombre en sociedad (morales, jurídicas, económicas y lingüísticas) no son creaciones deliberadas del hombre mismo, pues éste carece de la necesaria capacidad intelectual para asimilar el enorme volumen de información dispersa que las mismas conllevan y generan. Por el contrario, estas instituciones forzosamente van surgiendo de manera espontánea y evolutiva del proceso social de interacciones humanas que, para Menger, constituye precisamente el campo que ha de ser objeto de investigación de la ciencia económica1.
Estas intuiciones de Menger fueron desarrolladas posteriormente, por F.A. Hayek en sus diferentes trabajos sobre los fundamentos de la ley y las instituciones jurídicas2 y, sobre todo, por el catedrático italiano de ciencia política Bruno Leoni, que ha sido el primero en integrar, dentro de una teoría sintética sobre la filosofía del derecho, la teoría económica de los procesos sociales desarrollada por Menger y la Escuela Austríaca, con la tradición jurídica romana de más rancio abolengo, y la tradición anglosajona de la rule of law.
En efecto, la gran aportación de Bruno Leoni consiste en haber puesto de manifiesto que la teoría austríaca sobre el surgimiento y la evolución delas instituciones sociales no sólo cuenta con una perfecta ilustración en el fenómeno del derecho consuetudinario, sino que, además, ya había sido previamente conocida y articulada por la escuela jurídica clásica del derecho romano.3 Así, Leoni, citando a Catón por boca de Cicerón, señala expresamente cómo los juristas romanos ya eran conscientes de que el derecho romano no se debía a la creación personal de un solo hombre, sino que muchos, a través de una serie de siglos y generaciones, puesto que «no ha habido nunca en el mundo un hombre tan inteligente como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar todos los cerebros en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste imposible tener en cuenta todo al mismo tiempo, sin haber acumulado la experiencia que se deriva de la práctica en el transcurso de un largo período de la historia».4 En suma, para Leoni, el derecho surge como resultado de una serie continua de tentativas, en las que cada individuo tiene en cuenta sus propias circunstancias y el comportamiento de los demás, perfeccionándose a través de un proceso selectivo y evolutivo.5
[1] Carl Menger, Untersuchungen über due Methode der Socialwissenschaften und der Politischen Ökonomie insbesondere, Duncker & Humblot, Leipzig 1883, y en especial, la página 182. El propio Menger expresa impecablemente de la siguiente manera la nueva pregunta que pretende contestar el programa de investigación científica que propone la economía: «¿Cómo es posible que las instituciones que mejor sirven al bien común y que son más extremadamente significativas para su desarrollo hayan surgido sin la intervención de una voluntad común y deliberada para crearlas?» (pp. 163-165). La exposición más sintética, y quizás más brillante, de la teoría de Menger sobre el origen evolutivo del dinero se encuentra en su artículo publicado en inglés con el título «On the Origin of Money», Economic Journal, junio de 1892. pp. 239-255. Este artículo ha sido muy recientemente reeditado por Israel M. Kirzner en su Classics in Austrian Economics: A Sampling in the History of a Tradition, William Pickering, Londres 1994, vol. I, pp. 91-106. En español, puede consultarse además al propio Carl Menger en «Teoría del dinero», cap. VIII de Principios de economía política, 2.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1997, reproducido en Jesus Huerta de Soto (ed.), Lecturas de economía política, Union Editorial, Madrid 1986, vol. I, pp. 213-238.
[2] F.A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, 5.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1990; Derecho, legislación y libertad, 3 volúmenes, Unión Editorial, Madrid 1976-1982; y La fatal arrogancia: los errores del socialismo, Unión Editorial, Madrid 1990 (2.ª ed.,1997).
[3] Véase Jesus Huerta de Soto, Estudios de economía política, ob. cit. cap. X, pp. 121-128, así como la segunda edición española del libro de Bruno Leoni La libertad y la ley, Unión Editorial, Madrid 1995, cuyo conocimiento es esencial para todo jurista y para todo economista.
[4] Véase en latín, Marco Tulio Cicerón, De re publica, II, 1-2, The Loeb Classical Library, Cambridge, Massachussets, 1961, pp. 111-112. Existe una buena traducción al español de Antonio Fontán, Sobre la república, Gredos, Madrid 1974, pp. 86-87. No obstante, considero algo más adecuada la traducción del párrafo citado realizada por Bruno Leoni, y que es, básicamente, la que reproducimos en este texto. Véase Bruno Leoni, La libertad y la ley, 2.ª ed., Unión Editorial, Madrid 1995, p. 108. Se trata de la traducción al español del libro Freedom and the Law (1.ª ed,. D. Van Nostrand Co., 1961; 3.ª ed., ampliada, Liberty Fund, Indianápolis 1991). El libro de Leoni es excepcional desde todo punto de vista., no sólo por poner de manifiesto el paralelismo existente, por un lado, entre el mercado y el derecho consuetudinario o common law, y por otro, entre la legislación positiva y el socialismo, sino además porque fue el primer jurista en darse cuenta de que el argumento de Ludwig von Mises sobre la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo no es sino un caso particular del «principio más general, según el cual ningún legislador podría establecer por sí mismo, sin algún tipo de colaboración continua por parte de todo el pueblo involucrado, las normas que regulan la conducta de cada uno en esa perpetua cadena de relaciones que todos tenemos con todos» (p. 28). Sobre la obra de Bruno Leoni, fundador de la prestigiosa revista Il politico en 1950, debe consultarse el Omaggio a Bruno Leoni, editado por Pasquale Scaramozzino, Ed. A. Giuffrè, Milán 1969, así como el artículo «Bruno Leoni in Retrospect» de Peter H. Aranson, Harvard Journal of Law and Public Policy, verano 1988. Leoni fue un hombre multifacético que desarrolló una intensa actividad en los campos universitario, de la abogacía, la empresa, la arquitectura, la música y la lingüística. Falleció trágicamente asesinado por uno de sus inquilinos al que intentaba cobrar la renta, la noche del 21 de noviembre de 1967, cuando contaba 54 años de edad.
[5] En italiano, Bruno Leoni, «Diritto e politica», en sus Scritti di scienza politica e teoria del diritto, A. Giuffrè, Milán 1980, p. 240.
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